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La situación del País Vasco
Columna
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El derecho a perder

José María Ridao

La celebración del Aberri Eguna demostró ayer que el Partido Nacionalista Vasco sigue dividido entre el apoyo a la línea soberanista encabezada por Ibarretxe y su Gobierno, y una alternativa sin duda más pragmática pero que nada tiene ya que ver con el autonomismo, convertido, a lo que parece, en un viejo e inservible artefacto político. Los discursos pronunciados por el lehendakari y por el presidente del partido, Iñigo Urkullu, dejaron en la nebulosa el futuro de la consulta prometida para octubre de este año, pero coincidieron en dar por superada cualquier salida que concluyese, sin más, en un nuevo Estatuto de autonomía. En el caso de Ibarretxe no se trata de una novedad: sus cartas están sobre la mesa desde que se lanzó a la aventura de promover un plan al margen de cualquier procedimiento constitucional y, luego, imaginó una consulta para desbloquear lo que sólo él había bloqueado. En el caso de Urkullu, sin embargo, falta por saber el contenido y el alcance de ese "acuerdo singular" al que se refirió ante los militantes nacionalistas convocados en Bilbao.

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Los resultados del 9 de marzo han concedido un paradójico protagonismo al PNV, coincidiendo con el segundo revés electoral desde que se decantó por la vía soberanista inspirada por el lehendakari. La razón es que, por alguna causa difícil de entender, se ha prestado mayor atención al hecho de que sus votos podrían contribuir a la investidura del candidato socialista, y eventualmente a un acuerdo estable de legislatura, que a la realidad incontestable de que sus propuestas pierden apoyo en el País Vasco. Convendría que el PNV no recibiera un mensaje equivocado. No son los socialistas los que necesitan de un acuerdo con ellos, sino ellos los que necesitan encontrar una salida más o menos airosa a una promesa que, como la de la consulta, les coloca fuera de la legalidad y, además, pone en riesgo su apoyo electoral. Su fuerza en el País Vasco se encuentra en descenso mientras que la de los socialistas podría seguir en aumento. Si las consideraciones legales e institucionales no habían hecho reflexionar hasta ahora a los nacionalistas, las cifras electorales parecen estar pesando en su ánimo, puesto que podrían llegar a invalidar desde la raíz su discurso sobre las supuestas insuficiencias del marco político.

El Partido Socialista ha manifestado su interés en contar con el PNV en un nuevo consenso antiterrorista, y es un propósito razonable. Pero el mensaje, de nuevo, debería evitar cualquier ambigüedad. Un acuerdo antiterrorista, aunque se trate de un acuerdo no escrito, en el que estuviera el PNV y no el principal partido de la oposición -o, para el caso, cualquiera de las fuerzas parlamentarias- resultaría tan incompleto como el contrario. Los socialistas han tenido ocasión de experimentarlo en algo más de los cuatro años que dura un mandato: pactaron sólo con los populares estando en la oposición y, luego, contaron con el apoyo del PNV, y no con el de los populares, mientras condujeron desde el Gobierno el infructuoso intento de encontrar un final dialogado al terrorismo. No es que a estas alturas los nacionalistas aporten como tales nacionalistas ningún valor especial a un posible acuerdo antiterrorista. Quizá lo aportaran en el pasado, pero ahora ese valor sólo deriva de que son la cuarta fuerza en el Congreso y controlan el Ejecutivo vasco.

En respuesta a los intentos de Urkullu por escapar al callejón sin salida del soberanismo impulsado por Ibarretxe, los socialistas han reiterado su disposición a reformar el Estatuto de Gernika. Se trataría del tercer mensaje equívoco que puede recibir el PNV. Con independencia del coste que representaría para el PSOE una nueva legislatura consagrada a las tortuosas abstracciones de la "España plural", la estrategia del PNV -por lo demás, expresamente anunciada en sus discursos y documentos- intentaría forzar el reconocimiento del "derecho a decidir" o, en términos más claros, del derecho a la autodeterminación. Suponiendo que los socialistas se plantasen ante esta exigencia, y es difícil imaginar que no lo hicieran, puede que el nuevo Estatuto se aprobara sin el apoyo del PNV, con lo cual se habría propiciado un viaje a ninguna parte. Pero suponiendo que la acogiesen, expresándola a través de alguna fórmula rebuscada, el coste sería aún mayor. Y no ya porque los populares se desmarcasen sino porque el calvario del Estatuto catalán no habría servido para nada: la carrera por la ampliación del autogobierno volvería al punto de partida.

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Los resultados del 9 de marzo han puesto al PNV ante la tesitura de escoger entre las dos estrategias que conviven en su interior. Es una elección que tiene que hacer a solas, puesto que los votantes le han mostrado las consecuencias de optar por uno u otro camino. Si, como parece, el soberanismo lleva al descalabro electoral, no se entiende que ningún partido deba correr en socorro de quien se obstina en sus errores y no reivindica, en el fondo, más que su derecho a perder.

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