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EL JUEVES, INVITADO
Columna
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Roth, Hillary, Obama...

Philip Roth es mi degenerado favorito. Sus imágenes de sexo suelen ser corrosivamente inolvidables, como la mujer que arroja una compresa usada en la tostada de su pareja en El animal moribundo. O el anciano que se masturba ante la tumba de su ex amante en El teatro de Sabbath. Según sus críticos, esas piruetas de sexo ácido no son más que alimento nocturno para adolescentes con acné. Pero no coincido con ellos. Philip Roth siempre escribe sobre relaciones humanas y, casi siempre, sobre política.

La gran herencia de Roth -la que asumen sus discípulos como Ian McEwan o Martin Amis- es precisamente recuperar el cuerpo, y particularmente, lo repugnante del cuerpo, para hablar del amor, la decadencia o el Estado de Israel. Tradicionalmente, los personajes literarios han habitado en un mundo de ideas. En cambio, las novelas de Roth restituyen la materia: nos recuerdan que las personas son reales precisamente en la medida en que no son etéreas: están hechas de fluidos, de humores, de salivazos.

Es el caso del antagonista de Operación Shylock, un fanático que predica un nuevo éxodo judío en Jerusalén y lleva un implante de pene. O del profesor de literatura Kepesh, retorcido émulo de la metamorfosis kafkiana que una mañana aparece transformado en teta. Las carencias o mutilaciones físicas de esos personajes alteran sus relaciones con las mujeres, pero sobre todo, configuran su visión del mundo y de sí mismos. Como si Roth dijera: creemos que somos nuestras ideas, creencias y convicciones; pero sólo somos nuestras enfermedades.

Eso vuelve a ocurrir en la última de sus novelas, Exit Ghost, que aparece en español con el título Sale el espectro. La traducción coincide con las últimas batallas entre Hillary Clinton y Barack Obama, y explica buena parte de ellas con la precisión emocional que ningún reportaje puede conseguir.

El escenario de Sale el espectro es el Manhattan de 2004, durante la reelección de Bush tres años después del 11-S. El protagonista, ese álter ego de Roth llamado Nathan Zuckerman que también nos narró La mancha humana. Víctima de una afección en la próstata que le produce impotencia e incontinencia urinaria, Zuckerman regresa a la ciudad después de vivir por años en la campiña y se enamora de una joven escritora casada, sufriendo el carácter necesariamente onanista de su atracción.

El día de las elecciones, el narrador visita a su amor platónico y a su esposo para seguir los resultados. Y los lectores asistimos a la gran decepción. El esposo está seguro de la victoria demócrata, pero la realidad va abofeteándolo implacablemente hasta la derrota final. La mujer, que proviene de una familia petrolera, conoce de cerca a los ganadores republicanos, que entre otras cosas, son amigos de su antisemita, ultraconservadora e intolerante familia. Durante toda la escena, narrada por un viejo que ya está por encima de todo esto, la joven pareja neoyorquina, ilustrada y liberal se pregunta: ¿Cómo puede estar pasando esto? ¿Cómo podemos formar parte de un país que toma esta decisión?

Esa decepción está en la base del duelo al que asistimos cuatro años después: Clinton, como la amada de Zuckerman, se opone a una familia -la Bush- que también la define a ella desde los tiempos de papá George. Obama propone cambiar a todas las familias que han alternado el poder desde la abdicación de Ronald Reagan. Sentado en su sillón, apestando a orina y regodeándose en el amor imaginario por una mujer imposible, Roth-Zuckerman asiste al nacimiento de los demócratas que vemos en las noticias cuatro años después, y diagnostica para sus lectores las enfermedades del país más poderoso del mundo.

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