El pianista, su madre, Ava Gardner y la vieja cámara
Su madre, su eterna referencia, aparece allí -elegantísima, de negro, tacones de aguja, estola que se desliza en la cadera, guantes en mano, moño bien arreglado-, en un gran cuadro colgado en el lugar de honor de los apenas cuarenta metros cuadrados que componen hoy su vivienda social, un bajo en la zona de Atocha (Madrid). "Mi Ángela Channing", dice él, Paco Miranda Fernández de Pubillones, de 73 años, al contemplarla. Él, el hijo de familia bien, el heredero de una historia de decadencia y soledad, de desencanto, de mucho amor y resentimiento; sobreviviente a duras penas de una época conservadora y pacata, nada generosa con la diferencia. Vive en dos habitaciones mínimas y una cocina tubo donde se apilan copas de cristal, restos de lo que un día fue vajilla de alcurnia, utensilios al uso, bolsas con materiales de desecho, y hasta el visor estereoscópico por los suelos de su antigua cámara, la View Master fabricada en Portland, Oregón, EE UU, que él, "pianista del Ritz, de Alfredo Kraus y Adolfo Marsillach; en paro", como él se presenta, usaba con mucho gusto en los sesenta y ahora vende. "A ver si saco algo, que con mi pensión de 400 euros ".
Con ella captó Miranda muchas escenas costumbristas del Madrid de aquel tiempo. "Los años felices", dice. Guardaba los negativos entre montañas de imágenes de los parientes infinitos (muchos de ellos dedicados a los negocios; otros, a la farándula: el circo Pubillones fue popular en Cuba en el XIX; algunos llegaron a Hollywood) de su extensa familia; entre recortes de prensa y fotos dedicadas de actores famosos; entre recibos de la venta y subasta de muebles y objetos que fueron un día de la abuela Josefa Pubillones, del abuelo Francisco Fernández, de su madre, y ya hoy pertenecen a otros. "Ella, la Channing, se lo jugó todo al bingo", dice.
Al fotógrafo Paco Gómez (del colectivo NoPhoto) le hablaron un día de la amistad del pianista Miranda con Ava Gardner en la época (los setenta) en la que la actriz se asentó y consideró a Madrid su casa. Aquello despertó su curiosidad: "Quería saber si tenía retratos con ella. Y no. Lo que poseía eran fotos dedicadas. Y muchos negativos. Insistí en revisarlos y tras varios encuentros me topé con este archivo tan personal, hecho con una cámara tridimensional, que era de una potencia rotunda porque enseñaba un Madrid que yo nunca había visto así y con ese color. Aún sigo escaneándolo un poco por intuición; los negativos son de apenas un centímetro y es complicado". En ello está.
En las imágenes de Miranda (y en su memoria en cuanto se pone a describirlas) se descubren la atmósfera y los rostros de aquella ciudad y aquel país maniatado por la dictadura de Franco, donde se abrían ya rendijas de ocio, los clubes nocturnos (como el Oliver's, que puso en marcha Adolfo Marsillach en 1966 y donde él amenizó las noches al piano durante tres lustros), las fiestas con cualquier excusa, las reuniones de la intelectualidad, de los modernos y viajados, del mundillo teatral y de esos famosos extranjeros que se dejaban caer en busca del tópico hispano y se convirtieron en usuales: "Como Ava Gardner ". Miranda muestra los rincones donde trabajaban las prostitutas en la calle de la Ballesta ("Poneos ahí, que es para una revista", les dije un día, y ellas hasta se desnudaban: "Que no, que no, que me van a meter en la cárcel por esto"); espacios como el Picnic o el Jimmy's Bar ("Allí tocaba yo; era lo único que había"); festejos de puesta de largo de la alta sociedad con personajes que luego saldrían en las revistas ("Mira, ¿ves?, ésta era la princesa tal y tal de Marruecos"). En su archivo hay retratos de sus padres de paseo por la Gran Vía o la glorieta de Bilbao; de compras en El Corte Inglés; contemplando los desfiles de la guardia mora del caudillo; escenas de comidas familiares ("Ésta es la tía Concha, ésta, la tía Consuelo no tengo apenas contacto con nadie"), o de vacaciones todos en Torremolinos.
Allí, en esa costa del Sol que se ponía de moda, se quedó lo mejor de su vida: "Había tal ambiente, hasta rodajes en la playa, salíamos al mar, a nadar, a practicar esquí acuático -mi gran afición-, a comer a los chiringuitos, de fiestas nocturnas". Cuatro apartamentos dice que poseían en lo que se llamaba La Torre de la Roca. "De los primeros bloques que se construyeron, y mi madre los fue vendiendo, incluso el mío; ese en el que nos abrazamos en la terraza". La madre. Lola Fernández Pubillones. Murió en 1995. Pero a él no se le va de la boca. "De demencia senil. Era hija de industrial: al abuelo le tocó la lotería en 1920 y levantó su fábrica de lunas. Pasábamos los veranos en la Granja de San Ildefonso, allí donde Alfonso XIII, y bajábamos en el hispanosuiza, y mi abuelo decía de él que 'sabe subir y bajar a todas las mentes' porque se adaptaba a todos... Y mi madre, tan elegante, tan fina, que a ella y a sus hermanas las llamaban para inaugurar hoteles y fiestas Y mi padre no, mi padre se dedicaba a otras hierbas, no sé si me entiendes, era nadador y ya; como un hermanito para ella, por eso la Lola estaba de los nervios, creo que lo hicieron una sola vez y nací yo, ya ves. Las tres hermanas se casaron malamente ". Casi un siglo allí, prendido en su memoria larga, aún no afectada por la falta de detalle, sino más bien lo contrario, igual que está grabado en los objetos de plata y porcelana que aún guarda.
Como "poliédrico", define el fotógrafo Gómez al pianista Miranda después de visitarle mucho. "Tiene", dice, "muchas historias, muchos mundos". Pasados y presentes. "Actualmente es conocido por los carteros de Madrid porque elabora grandes cartas plastificadas con fotos, pensamientos y críticas contra el mal hacer de los políticos, contra la burocracia y el clero, que todos pueden leer y que envía a personajes famosos, desde el Rey hasta Zapatero, desde Esperanza Aguirre hasta Rouco Varela". Collages o tarjetones denuncia que él compone con gusto, ahora que ni sale ni tiene a su madre a la que cuidar del cáncer que la consumió, o a su padre, que ídem, de cirrosis, "que se escapaba de casa y se bajaba a comer, y si probaba la sal, se hacía todo encima; y nunca me quiso, no sé por qué, ni aun moribundo ". Hijo único, soltero, a Miranda no le caben en su escueta residencia la soledad y la pena: "A mí desde el 80 me han partido la vida varias veces...". Pero tiene otra afición, dice: "Abordar a famosos y fotografiarme con ellos". Las paredes de su casa rebosan de dedicatorias, de sonrisas y afectos. Allí cuelgan muchos retratos firmados por "las más grandes", sus musas: Ava Gardner, "que fue amiga" durante años; Sofía Loren, "que ¿cómo se puede estar mejor a su edad? Y me ha mandado su libro de recetas de cocina"; Marlene Dietrich, cuyo cruce de piernas él imitaba y hasta se depilaba para ganar apuestas con amigos. No sabe de límites Paco Miranda, no hay botón de stop en su discurso, rebobina y repite, va hacia atrás, hacia delante, círculos concéntricos que se abren y cierran.
De los cajones saca álbumes y va narrando: "Empecé a hacer fotos por las puestas de sol. Me encantan. Seguí con las olas dinámicas, ¿ves? Después, la familia ". Un río de escenas y matices. Y siempre la madre: "La Begún , la llamaba yo. Un día, un cura del Opus me quiso meter mano en el colegio, se lo conté y ella agarró su estola, su anillo rosa de Francia, llegó y dijo: '¿Está el director? ¿Que no puede bajar? No importa, ya puedo subir yo'. Y allá que fue y le dio un bofetón al cura y le soltó: 'Se puede ser lo maricón que se quiera, pero no tocar a un niño'. Agarró su estola, al chófer y volvió a casa ".
De aquí a otro tema: su profesión. De cómo sabe piano de oído ("en la familia todos sabían"), de que trabajó siete años en el hotel Ritz, en los ochenta; de que ahora casi no toca, pero en el hotel Atocha le dejan ir cuando desee y allí resuena su hit, la música de Casablanca. Y se le alegra la cara a este hombre de ojos claros, vivos, piel transparente, cuerpo, dice, ya muy afectado: "El que ideó esto de envejecer sabía lo que hacía; lo hizo con muy mala leche". Que nos damos cuenta tarde de haber desaprovechado el pasado. Que nos dejamos engañar por el poder y la soberbia de la juventud: "Ese tiempo en que lo tienes todo y ni cuenta te das".
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