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Cambio en Cuba
Columna
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Soldado de las ideas

Lluís Bassets

El cerebro es lo más importante de un revolucionario. Es donde se fragua la idea de la revolución y su último reducto de combate. Puede estar encarcelado o sometido a tortura, encontrarse físicamente impedido o envejecer, pero el cerebro revolucionario sigue funcionando para doblegar el curso de la historia y poner en marcha la máquina imparable de la revolución. Hay toda una mitología acerca de los cerebros de los grandes revolucionarios, que ahora resurge con la desaparición del último de todos ellos. La carta de Fidel Castro, publicada por Granma, nos cuenta una historia minuciosamente elaborada no tanto de una renuncia súbita al poder como del lento desvanecimiento del cerebro del comandante entre las brumas de la historia.

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Veamos. La carta parte de su renuncia el 31 de julio de 2006, naturalmente provisional, a favor de su hermano y vicepresidente, Raúl. Éste, como otros dirigentes, eran "renuentes a considerarme apartado de mis cargos a pesar de mi precario estado de salud". El argumento para no tirar ya entonces la toalla, como en toda la historia del castrismo, se halla en la otra orilla del estrecho de Florida: "Era incómoda mi posición frente a un adversario que hizo todo lo imaginable por deshacerse de mí y en nada me agradaba complacerlo". Pero vino luego la súbita victoria del cerebro: "Más adelante pude alcanzar de nuevo el dominio total de mi mente, la posibilidad de leer y meditar mucho, obligado por el reposo". Por prudencia revolucionaria evitó crear ilusiones excesivas "que en el caso de un desenlace adverso traerían noticias traumáticas a nuestro pueblo en medio de la batalla". Decidió entonces dedicarse "hasta el último aliento" y exclusivamente a preparar al pueblo para su ausencia. Y por ello comunica que no aspira ni acepta los cargos de presidente y comandante en jefe.

Acude para documentar su decisión a unas cartas privadas en las que "se incluían discretamente elementos de este mensaje que hoy escribo", en una clara invitación a seguir practicando la castrología o hermenéutica de los mensajes secretos contenidos en sus discursos. Con casi 50 años de poder personal a sus espaldas, sin que se haya movido ni una hoja sin su autorización, puede escribir una frase tan humorística como ésta: "Mi deber elemental no es aferrarme a cargos, ni mucho menos obstruir el paso a personas más jóvenes, sino aportar experiencias e ideas cuyo modesto valor proviene de la época excepcional que me tocó vivir". Luz verde entonces a las siguientes generaciones: las más jóvenes "cuentan con la autoridad y la experiencia para garantizar el reemplazo". Y la intermedia -atención, todo está dicho- "aprendió junto a nosotros los elementos del complejo y casi inaccesible arte de organizar y dirigir una revolución". Llega finalmente la frase capital para su renuncia: "Traicionaría por tanto mi conciencia ocupar una responsabilidad que requiere movilidad y entrega total que no estoy en condiciones físicas de ofrecer". El cuerpo no le sigue, pero el cerebro funciona, vaya si funciona. "No me despido", puede decir. "Deseo sólo combatir como un soldado de las ideas".

Como Lenin, creó un Estado revolucionario. Como Mao, partió de una banda armada emboscada en las montañas. Como Stalin, destacó por la eliminación de sus adversarios más próximos y el acallamiento de toda disidencia. Ahora también puede seguir el síndrome dinástico de Kim Il Sung. Pero supera a todos en longevidad, incluido el coreano, que estuvo 46 años al mando. También en la originalidad de su partida: ellos murieron en la cama, en el clima de degradación e intrigas que acompañan a la muerte del déspota. Castro quiere que todo esté bajo control, su control; ejercer de comentarista y albacea de su propia sucesión y muerte; presidir el duelo de su propio entierro. Y visto que las fuerzas físicas ya no le sirven, se apresta a seguir comandando desde el mundo de las ideas.

No se va. Se desvanece, ya sin galones, como un soldado más de esas ideas revolucionarias que su cerebro revolucionario seguirá insuflando. Lo hace así para fastidiar a Estados Unidos: la muerte es una derrota inadmisible ante el imperialismo. Es la ascensión de Fidel a los Cielos Revolucionarios, desde donde llegarán esas ideas transformadoras. "Tal vez se me escuche. Seré cuidadoso". Así termina, en el último y único detalle humano de la carta. Pero no hará falta, nadie le oirá dentro de muy poco.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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