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Reportaje:

China 1850

El siglo XIX cambió definitivamente el Imperio del Centro. China, que entendía el mundo como una sucesión jerarquizada de anillos concéntricos en cuya zona central se encontraba el poder imperial, sucumbió ante el empuje de la revolución industrial y la agresividad del comercio occidental. La reinante dinastía manchú, debilitada por la corrupción de su aristocracia y de los mandarines (funcionarios estatales) y con las arcas vacías porque la plata se esfumaba en el pago de las importaciones de opio, no encontró mejor método para salvarse de la crisis financiera que cerrar sus puertos a todo lo que viniera de allende los mares.

La reacción de los hijos de la Ilustración no se hizo esperar y 40 veleros de la Armada inglesa, con 4.000 hombres a bordo, atacaron las costas de Guangdong en junio de 1840, en lo que se denominó la Primera Guerra del Opio. Los puristas consideran que con los primeros cañonazos británicos se ponía fin al orden milenario establecido en China y se insertaba definitivamente el país en la historia mundial manejada por Occidente.

La China anquilosada y feudal, que se creía reina del planeta, se vio obligada a firmar con el Reino Unido el humillante Tratado de Nanjing, por el que perdía Hong Kong, abría sus cinco puertos más importantes al comercio con Occidente y concedía a los británicos el derecho a arrendar tierras y construirse casas, lo que dio origen a las llamadas concesiones extranjeras, territorios en las principales ciudades de la costa y en Pekín sobre los que China no tenía jurisdicción.

Para muchos economistas, el opio fue sólo la excusa para una guerra inevitable entre la furia incontenible del mercado y una economía de subsistencia que se autoabastecía y no compraba nada a los comerciantes que se llevaban de China barcos cargados con productos muy preciados en una Europa en ebullición industrial y de innovación técnica. Hasta que la Compañía de las Indias no comenzó, hacia 1820, a multiplicar sus exportaciones de opio a China, lo que hundió en la esclavitud de la droga a muchos de sus más altos funcionarios, la balanza de pago estuvo siempre volcada a favor de Pekín, algo inadmisible para la euforia expansionista británica.

En este clima de crisis y de pérdida de la autoestima china, los blancos eran vistos como yang gui, demonios extranjeros: diablos (gui) transoceánicos (yang). La población los temía, pero no los respetaba. El choque cultural fue brutal. Quienes realizaron inventos con siglos de anticipación sobre Europa habían caído en el letargo y se resistían a todo lo nuevo. En una mezcla de xenofobia y racismo, los chinos despreciaban a los blancos y recelaban de lo que traían consigo. No querían saber nada de sus productos, y mucho menos de sus máquinas. Atados a sus tradiciones y a sus supersticiones, vieron en el daguerrotipo un instrumento infernal que robaba el alma del fotografiado, y en los fotógrafos, a peligrosos enemigos.

Por el contrario, el exotismo, los contrastes, el refinamiento exquisito y los misterios del Imperio del Centro atraían a un creciente número de aventureros, comerciantes, misioneros y predicadores que trataban de penetrar en sus entrañas. La fascinación por Oriente se extendía por Occidente con virulencia y pasión, mientras China se ahogaba en un sinfín de sublevaciones campesinas y sus decadentes y corruptos gobernantes hacían frente a la mayor explosión social jamás vivida: la Rebelión Taiping.

El líder taiping Hong Xiuquan supo aunar la frustración del campesinado, al que él mismo pertenecía, con algunas ideas que hizo suyas sobre la igualdad de las personas introducidas por los cristianos y consiguió levantar en armas a 500.000 hombres. Su reino celestial, que llegó a extenderse por algunas de las provincias más ricas del imperio -en las que la tierra fue arrebatada a los terratenientes y repartida entre la población-, duró casi 14 años (1851-1864).

Para entonces, China había sufrido su segunda Guerra del Opio (1857-1860), y las potencias de la época, desde el imperio británico hasta Rusia, pasando por Estados Unidos, Japón, Francia, España y cualquier país que se preciase de su poder, trataban de pescar en río revuelto y hacerse su espacio en el gigante dormido. La dinastía Qing (1644-1911) se tambaleaba por la presión interior y exterior, y la población, tras la explosión demográfica experimentada a lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII y la primera del XIX, sufría hambre, pobreza y miseria.

Ante la falta de condiciones materiales, muchos chinos dejaron de lado su pragmatismo y buscaron consuelo espiritual, lo que fortificó el poder religioso e hizo aparecer numerosas sociedades secretas. Se reavivaron los sentimientos de hostilidad hacia los manchúes (invasores procedentes del noreste de la Gran Muralla) y la sociedad se dividió entre los partidarios de abrir los ojos hacia la civilización científica e industrial que entraba por la fuerza en el país y los que se oponían a la más mínima apertura y defendían que la salvación de China estaba en su milenario aislamiento del mundo.

A caballo de esas dos tendencias se encontraban en buena medida los militares. El numeroso ejército estaba a favor de la industrialización armamentista para dotarse de armas modernas con las que hacer frente tanto al enemigo interior como al exterior. Pero, empeñado en la represión brutal de las múltiples insurrecciones que estallaban en esas décadas por todo el país, era partidario de la ortodoxia más radical.

Cercada cada día más por las potencias extranjeras, que con los privilegios obtenidos por sus comerciantes impedían al país recuperarse de la profunda crisis económica, y sacudida en sus esencias por los misioneros cristianos, China se sumergía en una crisis de identidad que la empujó definitivamente a uno de los periodos más convulsos de su historia y la forzó a aprender muchas de las reglas de juego de Occidente. Lo más penoso para China fue que el viaje lo hizo con las defensas rotas.

'Sombras de China 1850-1900', coproducida por la editorial Canopia y el Museo Valenciano de la Ilustración y la Modernidad (Muvim), se expone del 21 de febrero al 20 de abril.

PALANQUÍN. 1870-1880. Esta imagen pertenece a Afong Lai, una de las firmas chinas que se apuntaron a la fotografía pese a las supersticiones de los nativos.
PALANQUÍN. 1870-1880. Esta imagen pertenece a Afong Lai, una de las firmas chinas que se apuntaron a la fotografía pese a las supersticiones de los nativos.Afong Lai

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