La Academia se hace 'cool'
Existe algo tan alentador como arriesgado en el reconocimiento de la gran familia del cine español (¿se dice así?) a La soledad, una película insólita, poderosa y turbadora que no ha visto ni dios, prestigiada por la crítica y por el selectivo y riguroso festival de Cannes, aunque eso confirme la angustiada certidumbre de los distribuidores, exhibidores y productores de cine raro de que el gran público es impermeable a los entusiastas comentarios de la crítica especializada, que casi nadie se deja la pasta en una entrada en función de que la gente que nos ganamos la vida escribiendo de cine anunciemos con cansina frecuencia la aparición de variados. exóticos, trascendentes, profundos e imprescindibles mesías.
¿Y la gala, el espectáculo, el encanto de la fiesta? Inexistente, como siempre
Lo lógico sería que la Academia se hubiera apuntado a ganador, que bendijeran con sus golosos goyas a El orfanato, que el personal se apuntara en masa al deslumbrante éxito comercial de este astuto cóctel de situaciones, personajes e historias con transparente y molesto aroma a déjà vu, que ha dirigido con pulso, oficio y solidez el brillante novato Juan Antonio Bayona, que toda la familia hiciera suyo ese éxito que disfraza la eterna crisis del cine español, que animará a los administradores de la sagrada excepción cultural a seguir financiando a los listos y a los tontos, a los buscavidas y a los puros, a los que tienen algo que contar y saben cómo hacerlo y a los que perpetran celuloide cochambroso o inestrenable, a los artesanos sin pretensiones de trascendencia (¿queda alguno todavía?) y a los profesionales de la mediocridad enfática, a los del business seguro y a los que apuestan creyendo en su criatura. Resumiendo su estratégica convicción: que el sorprendente triunfo de los colegas les pertenece a todos los esforzados hijos del maltratado cine patrio.
Pero, afortunada y extrañamente, se lo han montado este año de degustadores de lo experimental, de la delicatessen, del lenguaje radical con poder de conmoción. No sólo los inútiles teóricos y frívolos mirones hemos apreciado la fuerza dramática, la complejidad emocional y la veracidad de las relaciones familiares y personales de esa mujer a la que se le rompe su vulnerable existencia, sino que la gente que hace cine, los que saben de qué va la movida, han reconocido la originalidad, estilo, sutileza, sensibilidad y talento de Jaime Rosales para remover las fibras emocionales de los receptores con un lenguaje narrativo anticonvencional, árido, denso, que exige esfuerzo del espectador. A mí La soledad me parece hermosa y atípica, pensada y sentida, emocionante y dolorosa, pero espero que los premios y la imitación del modelo original que conllevan no sirvan para que el mercado se abarrote de la moda Rosales, que la polivisión no se transforme en pasaporte aconsejable para que el mecenazgo otorgue subvenciones a proyectos con hondura humanista y factura de vanguardia.
Alberto San Juan me parece un notable comediante, aunque no empatizo lo más mínimo con la forzada lírica de los perdedores zarrapastrosos y los frikis histriónicos que buscan refugio para su intemperie que exhibe la (para mí, aclaro) tan pretenciosa como increíble Bajo las estrellas. Y celebro que esa actriz excepcional desde que era pequeñita llamada Maribel Verdú, señora que siempre sabe clavar el gesto y la voz, con poder de convencimiento, se haya llevado el galardón que merece desde hace tanto tiempo. Esa superviviente a la vampírica personalidad paterna y a un marido mentiroso y corrupto que se agarra al coraje para intentar seguir tirando en la agridulce Siete mesas de billar francés tiene mérito, pero me pareció exagerado y ciego por parte de la consecuentemente eufórica Verdú que afirmara que éste era el mejor trabajo que le habían ofrecido nunca, olvidándose de algunos regalos de personajes sabrosos a los que ella correspondió admirablemente.
¿Y la gala, el espectáculo, el encanto de esta fiesta ritual? Inexistente, como siempre. Pero ellos parecen divertidos y felices con los patéticos alardes de gracia de ese fulano tan estúpidamente procaz y grotescamente irreverente llamado Corbacho. Su burda parodia de las películas nominadas, la presunta sátira sobre la ausencia de Almodóvar y Garci, sus bochornosos morreos a ninfas y efebos, su vestuario de payasete hipermoderno me provocan tanto tedio como vergüenza ajena.
Creo que todos lo pasamos mal con la asfixia expresiva de Landa, actor superdotado que no necesita que los delirantes patriotas reivindiquen el indefendible landismo como un género subvalorado. No tengo palabras para describir mis sensaciones ante las enfáticas y filosóficas reflexiones de la señora presidenta y de Rosales sobre la educación cinematográfica que precisa la infancia. Admito que todos queremos a los nuestros y ansiamos demostrarlo en público, pero el capítulo de dedicatorias puede ser extenuante para la paciencia del espectador. El cine español goza de buena salud, aseguran sus lúcidos autores. Pues vale. Que la sigan disfrutando.
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