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Columna
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Injerencias

Escribía hace unos días José María Ridao que podría ocurrir que "las jornadas en las que la historia cambia de rumbo pasan desapercibidas porque lo que de verdad ponen en juego queda sepultado bajo estrépitos diversos". Lo decía partiendo de una reflexión de Borges y lo aplicaba a la manifestación del pasado sábado en Bilbao. Las jornadas históricas que cambian el rumbo de los acontecimientos distarían de ser aquellas que lo parecen, publicitadas éstas con estruendo por el poder político como rótulos de una historia que querría domeñar o al menos relatarla a conveniencia. Lo que bien podría ocurrir, por el contrario, es que las verdaderas jornadas históricas quedaran sepultadas por el estruendo organizado en torno a estas otras que habrían sido magnificadas justamente para ocultar aquéllas. La manifestación de Bilbao tendría todo el atrezo propio de las jornadas históricas aparentes, pero el verdadero acontecimiento, la verdadera secuencia fáctica, habría que buscarla en otro lugar y en otro tiempo. Habría que buscarla, en palabras de Ridao, "cuando los tribunales de Justicia, incluido el Supremo, se fueron dejando arrastrar por la tentación política".

La ley habría perdido su carácter categórico y habría pasado a ser negociable

Ignoro hasta qué punto pueda considerarse histórica, aun atribuyéndole la falsedad de lo aparente, la manifestación de Bilbao. De lo que no me cabe duda es de que busca su justificación en un argumento que atraviesa como una sospecha, envenenándolo, el normal desarrollo de la vida política española. Si Dios no existe todo está permitido, sentencia que puede hallar su equivalente político en esta otra de que, si la Justicia española está politizada todo está igualmente permitido en política. Ésta hallaría así argumentos para actuar a base de golpes de poder, de tal forma que sólo el desafío se impondría a una legalidad que habría dejado de ser considerada como tal tras haber sido asumida igualmente como desafío: la ley habría perdido su imparcialidad, y su carácter categórico, y habría pasado a ser negociable. La sentencia contra Atutxa es política, proclamaban los miembros del tripartito, y, aunque respondiera a una decisión política del tribunal, lo sería también porque ellos así lo afirmaban mediante un ejercicio de fuerza.

Sea real o no, la politización de la justicia española es una sospecha muy extendida a la que dan pábulo los propios políticos. No es que la denuncien sólo los nacionalistas vascos, quienes tienen buenos motivos para hacerlo y conseguir de esa forma soberanizar las instituciones vascas en un ejercicio de defensa que es en realidad un atentado contra la naturaleza de aquéllas. No, son también los demás partidos españoles quienes alimentan la sospecha con un continuo cruce de acusaciones sobre intentos de manipulación de los tribunales y, lo que es mucho peor, con un ejercicio del poder partidista que instaura el recelo sobre la independencia efectiva del poder judicial. Cuando se hace lo imposible para impedir la renovación del Tribunal Constitucional o del Consejo General del Poder Judicial, es la imparcialidad de ambas instituciones la que se pone bajo sospecha, imparcialidad que entraría en conflicto con la necesidad de controlarlas.

Bien puede alegar el PP que si se opone a cualquier fórmula de renovación de esos organismos es justamente para salvar su independencia. De esta actitud, que se dice defensiva, se concluiría que el manipulador es en exclusiva el oponente político, pero la insinuación es falaz y no deja de volverse contra quien la realiza. Al impedir la renovación de unos organismos cuya mayoría actual le es favorable, el PP no se libraría de la sospecha de que no esté defendiendo, por imparciales, este Tribunal o este Consejo, sino su Tribunal o su Consejo, y que espera mantenerlos hasta que llegue su turno de poder y así seguir influyendo en ellos. ¿Cuándo comenzaron los tribunales de Justicia a dejarse arrastrar por la tentación política? Tal vez nunca, pero conviene dejarlo bien claro para cerrarle el paso al filibusterismo político e impedirle la recreación ostentosa de jornadas históricas que no son tales.

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