De Chirico en la ciudad
Bajo el silencio de un cielo lavado he caminado por las aceras vacías del antiguo cauce del Turia hasta el Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM). Entrar en esta exposición de De Chirico es como cruzar la ciudad extraña que cualquiera de sus habitantes lleva en el subconsciente. Tenía razón Borges cuando decía que "... una ciudad es, al fin, muy parecida a otra ciudad; lo importante, realmente, es saber si está en el cielo o en el infierno". Sin duda la ciudad de De Chirico está en el infierno. Las plazas, los edificios deshabitados, las largas avenidas pobladas por maniquíes son espacios siniestros por donde vaga errante la sombra del diablo con un cartabón bajo el brazo. Pero hay que atreverse a traspasar el interior de los lienzos para descubrir que dentro la geometría es Dios.
La muestra recuerda a una narración de terror visual a lo David Lynch sin nudo ni desenlace
La relación de De Chirico con la arquitectura tenía algo de fe cósmica, por eso sus cuadros están trazados con escuadra y compás. Fuera de sus torres, columnas y pórticos no contemplaba la salvación. En 1921 en sus Reflexiones sobre la pintura antigua condenó a todos los pintores españoles al purgatorio de la mediocridad por el simple hecho de no haber introducido en sus cuadros elementos arquitectónicos y no salvó ni a Velázquez que hablaba con los arcángeles. Era un tipo mordaz, con mala leche y bastante quisquilloso, pero nadie consiguió elevar la ciudad a la categoría de pensamiento como él lo hizo.
En la sala la tensión de la atmósfera se puede desfibrar en secuencias cinematográficas. Los cuadros están iluminados con una luz muy tenue que los hace surgir en el marco de media penumbra como apariciones fantasmagóricas. No en vano la muestra recuerda a una narración de terror visual a lo David Lynch, sin planteamiento ni nudo ni desenlace, en la que uno va pasando de una imagen a otra sin llegar nunca al corazón del enigma. Es entonces cuando el espectador corre el riesgo de encontrarse caminando entre un silencio de sombras ilógicas, bajo arcos de medio punto que tal vez recuerde haber visto alguna vez en sueños, tímpanos solitarios, ventanas con un horizonte al que nadie jamás osaría asomarse, puntos de fuga que no llevan a ninguna parte porque también la perspectiva tiene sus callejones sin salida. Pero De Chirico no contemplaba esas arquitecturas como lugares habitables, sino como espacios para el desasosiego de la existencia, laberintos del miedo. Por eso cuando al fin oímos la voz del pintor, emergiendo del fondo de una pantalla en la que aparece dando de comer a las palomas o conversando con Orson Welles y con Billy Wilder, uno respira tranquilo, sabiendo que sus imágenes soñadas son pesadillas del infierno que nunca llegarán a hacerse realidad.
Redescubrir a Giorgio de Chirico casi a 30 años de su muerte y adentrarse en su mundo es una experiencia de la que no se puede salir indemne. La manera que tenía de colocar en el vacío una casa, un guante de goma o una cabeza de escayola era extremadamente arriesgada. Jean Cocteau decía que "hacía bajar esos objetos del cielo como un aviador caído entre los salvajes". Pero, en realidad, De Chirico volaba en solitario, como todos los poetas metafísicos, hacia el lugar del que pensaba estar escapando.
La exposición El siglo de Giorgio de Chirico. Metafísica y arquitectura se expone en el Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM) hasta el 17 de febrero.
Babelia
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