Diálogo de rosas, memoria de espinas
Diversidad y multitudes en el Festival Hay, que acabó ayer en Cartagena de Indias
En el rincón favorito del rey de Cartagena de Indias, en el restaurante La Vitrola, destaca el sonido de las maracas y la risa de la gente, pero hay dos personajes, un hombre y una mujer, que juegan sin ganas con las migas de pan. Tienen dos historias en cierto modo comunes y las dos son muy serias, graves, de muerte.
Están invitados al Festival Hay, la tercera vez que se hace en Cartagena, y comparten mesa con otros escritores, con músicos, con editores, y están hablando de sus padres. El sitio en el que están teniendo esa conversación que les mantiene graves e interesados el uno por el otro, es donde habitualmente se sienta Gabriel García Márquez, el rey de esta tierra caliente del Caribe, cuya ausencia del Hay dura ya dos años.
El certamen mezcla escritores y periodistas en el mismo escenario
La literatura es la reina del certamen; García Márquez, su rey ausente
Son Aminatta Forna y Héctor Abad Faciolince. Ella es escocesa de Sierra Leona y él es colombiano de Medellín; el padre de Aminatta fue ejecutado por el Gobierno de Sierra Leona con pruebas que compró a los testigos que ayudaron a quitarse de en medio a un rival político. Y él, Héctor, es el hijo de un médico de Medellín que fue acribillado por los paramilitares colombianos en pleno centro de la ciudad, hace años. Hasta ahora mismo el hijo no pudo contar su historia.
Aminatta y Héctor han publicado ya qué pasó con sus padres, y de eso hablaban, a media luz, encerrados en la algarabía de La Vitrola. Ayer tarde contó su historia Aminatta; está en su libro El diablo baila sobre el agua, con el que concluye su "viaje emocional" hacia un crimen que no pudo entender. En Colombia no cesan de escribir o hablar de la historia que cuenta Héctor en El olvido que seremos. Todos los días hay alguna referencia en la prensa, y ayer mismo un lector se le acercó con una convocatoria de uno de los cientos de foros donde lectores anónimos van a coger con pinzas este símbolo de lo que le sigue pasando al país donde cayó asesinado don Héctor Abad, médico.
Es quizá la más dramática coincidencia, pero en el Festival Hay hay muchísimas casualidades. Es su esencia, para eso lo concibió la familia de Peter Florence en Hay-on-Way, Gales, hace ya más de veinte años, y quizá por eso ha crecido tanto. A esta edición de Cartagena de Indias, una ciudad que parece el escenario de una película calurosa y húmeda, ha venido gente enfadada con el mundo, como el político e intelectual canadiense Michael Ignatieff, que insinuó lo que aquí todo el mundo piensa, que no es oro todo lo que reluce en la lucha contra el terrorismo, o el historiador británico Antony Beevor, que desmenuzó el instante mismo en que, dicen, se rompió de veras España.
Lo extraño, lo verdadero subyugante, es que esos personajes, destacados en su oficio y garantes de una discusión ética e histórica sobre los temas que traten, en estos foros pueden concitar el interés (silencioso, esto también es destacable) de miles de personas (¡que pagan su entrada!) y en otros lugares serían bocado de minorías. Es natural que Sabina y Serrat (sin duda los protagonistas más populares de esta edición) lleven ante su escenario a cientos y a miles, como ha sucedido, pero que poetas ignotos, por lo menos para el gran público, o narradores que aún no han roto la virginidad de la fama, lleven a sus actos (¡y pagando!) a miles de personas que hacen colas sin cuento ya entra dentro de lo que parece aún insólito en lugares de nuestra lengua.
Pasa en el Hay, ha pasado en Cartagena. El Hay se basa en el diálogo, en la mezcla de periodistas y escritores, que comparten escenarios para contrastar historias. Su símbolo, al final de cada diálogo, es una rosa, que los voluntarios locales que ayudan en la organización entregan a los intervinientes, es una rosa, blanca, rosada o roja. A veces hay espinas; Antonio Caballero, escritor, acaso el periodista más incisivo y polémico de Colombia, aludió en una discusión sobre el asunto que enfrenta a su país con Chávez, y se puso al lado del venezolano, al que quizá no le falta algo de razón. Y después le reprochó al público que fuera tan complaciente, que aceptara cualquier idea en silencio, que no se removiera contra los lugares comunes. Sobre todo contra los lugares comunes del Gobierno.
Flotan Colombia y sus luchas, cómo no, en el ambiente del Hay; cuando habló Ignatieff se cortaba con un cuchillo el silencio sobrecogido con el que acogieron sus palabras, como si fuera un sacerdote laico a favor de la limpieza con la que el Estado de derecho debe afrontar las amenazas que vive. Porque aquí, y eso se ve en la prensa, en las discusiones en voz baja, se vive la permanente certeza de que la lucha antiterrorista no tiene aún esos contrafuertes éticos que harían más creíbles sus métodos y su futuro. Beevor nos decía anoche que de una futura negociación a la inglesa para acabar con los terrorismos (en Colombia, en España), la toma de conciencia de ese factor y el entendimiento de los errores pasados son fundamentales. Y es fundamental, claro, que los terroristas depongan las armas.
La literatura es la reina del Hay, como García Márquez es el (ausente) rey de Cartagena. A Gabo se le cita en todas partes, para bien o para mal, su figura se adentra en las discusiones. Jon Lee Anderson, uno de los grandes periodistas del mundo, lo evocó hablando de la crónica de lo que pasa, los jóvenes escritores de Colombia hablan de él para tacharlo, como un abuelo, pero otros lo glorifican como un padre. Pero en persona sólo apareció una vez, en una enorme fotografía que reprodujo en el escenario del teatro Heredia (la joya del festival, uno de los preferidos de doña María Guerrero, que actuó aquí en 1920, está en una placa), en la que se ve al autor de Cien años de soledad melancólico, mirando al mar, subido en las piedras de una escollera, enfundado en su saco de cuadros blanquinegros.
La foto de Gabo, como la de muchos, es de Daniel Mordzinski, el fotógrafo que ha hecho para sí mismo y para EL PAÍS, con una paciencia de notario, los retratos de tres generaciones de escritores, desde el argentino Jorge Luis Borges al peruano Yvan Thais, desde que empezó la historia del boom hasta este tiempo en que ya a la gente más joven el boom le resulta un vocablo venenoso o por lo menos como el chicle. La exposición (que fue virtual) sobrecoge, porque hace historia del gran patrimonio, acaso disperso, de la gran literatura en español del siglo XX (y aledaños). Fue pórtico gráfico de una discusión sobre la vanidad de los escritores, animada por Daniel Samper Ospina e ilustrada con la experiencia que como investigador del asunto tiene el peruano Thais, autor de La disciplina de la vanidad, y que como editor tiene Pere Sureda. ¿Cómo está el ego de los escritores?, bien, gracias, "pero no hay que olvidar el ego de los editores, eh", como nos dijo la escritora, y ahora editora también, Ana María Moix.
¿El ego? La escritora hindú Kiram Desai lo dijo con la dulce contundencia con la que se introdujo en el festival con la eficacia de una niña: "Yo escribo para mí, después vienen los críticos y se creen que he escrito para ellos". Por cierto, ella, como Claudia Amengual, como Enrique de Hériz, como Jorge Edwards, como José Ovejero, como Belén Gopegui, como Wendy Guerra (¡el mejor desnudo del festival, lo mostró Mordzinski!), como Piedad Bonnet, como Homero Haridjis (el mexicano que oía a las tortugas marinas), como Juan Gustavo Cobo Borda, como Juan Gabriel Vásquez, como Darío Jaramillo, como Jorge Franco, como Óscar Collazos o como Julio Villanueva Chang, formaron parte de una enorme conversación que es el sustento del Hay y que siempre acaba con una rosa cuyas espinas están pulidas por los voluntarios del festival.
En medio de las espinas y de las rosas, aquella conversación grave, esencial, ese intercambio de experiencias entre Héctor y Aminatta se queda como un símbolo del Hay. Y de este tiempo.
Babelia
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