_
_
_
_

Viaje al planeta de Robert Crumb

El padre del cómic 'underground' recibe a EL PAÍS en su refugio francés

Iker Seisdedos

El anuncio de que se está haciendo tarde para la cena coge a la leyenda del cómic underground Robert Crumb sentado bien atento, murmurando una melodía y balanceándose con las manos sobre las rodillas.

Hace unos treinta segundos que el altavoz mono escupe la mugre acumulada durante ochenta años en los surcos de la bellísima tonada hilbilly Lost child, registrada por los hermanos Stripling en Alabama en los rurales años veinte. Cualquiera que sepa algo sobre Crumb ya supondrá que la canción, que él mismo ha escogido con las manos recién lavadas entre su colección de 5.000 discos raros de 78 revoluciones, debe terminar antes de que el mundo moderno continúe marchando.

"Mi propia condición consiste en odiar lo que soy"
"Primero dejé las anfetaminas, luego el ácido, los porros y finalmente América"
Más información
La Biblia es un escándalo, según Crumb

Por lo que a él respecta, el resto de la vida podría pasar así. Bien cerca del viejo amplificador de válvulas. Absorto en la música y soltando frases como: "La muerte me preocupa menos de lo que solía, ahora que la veo de cerca no encuentro las razones para pasarme el día lamentándome, sintiéndome miserable y acongojado".

Algo así sólo puede estar sucediendo en el Crumbland, una casa de piedra sobre el río, con siete plantas atiborradas de cosas bonitas y una arcaica fotocopiadora Xerox por toda concesión a la tecnología. Desde sus ventanas se domina Sauve y las tierras de viñedo que rodean a este pueblo medieval encaramado a las colinas de la región francesa de Languedoc Roussillon igual que uno de sus esmirriados personajes treparía por la anatomía de una mujerona.

Aquí se mudó desde California en 1990 el universo Crumb al completo. Los discos, los rotuladores Rapidograph y los míticos personajes: Fritz el gato, Mr. Natural, el mequetrefe atormentado de Flakey Foont o las muy reales Aline Kominsky, esposa, y Sophie, hija y dibujante como papá y mamá.

Además de, claro, Robert Crumb (Filadelfia, 1943), quien, a golpe de cómic autobiográfico se ha convertido en uno de los arquetipos más conocidos de la historieta mundial. Y en uno de los más inaccesibles. Está el Crumb pervertido sexual; el Mr. Sixties, héroe y azote de la contracultura, y el neurótico de la familia disfuncional que Terry Zwigoff retrató en un sobrecogedor documental. El enemigo de las feministas, el "dibujante más amado de América", la inspiración de éxitos de cine indie como American splendor... Y el viejo amargado que, hacia el final de R. Crumb: Recuerdos y opiniones (Global Rhythm Press), sensacional autobiografía que se publica estos días en España, escribe: "Mi propia condición consiste en odiar lo que soy".

Son la esposa Aline y el fiel amigo y coautor del libro, Peter Poplaski, otro expatriado americano, de profesión artista, quienes reciben al invitado. Crumb detesta cualquier encuentro fijado para hablar de temas personales pautados (es decir, cualquier entrevista). Y no es broma: en Sauve circulan historias de periodistas llegados de Los Ángeles que se fueron por donde había venido tras tres días de infructuosos intentos de acercamiento.

El viernes pasado sí hubo suerte. Hacia el final de la tarde, a Crumb no le pareció mala idea cenar con el grupo después de un día de trabajar en su última y ambiciosa obra, un cómic sobre el Génesis, y de conocer, por boca de Aline, que el periodista parecía "un ser humano decente". Viéndole aparecer, lo de legendario ermitaño no se antojaba una pose. Crumb es un tímido rematado que se encorva escuálido, se esconde tras sus dioptrías y tiene pinta de haber conocido a más gente de la que habría deseado.

Más tarde, a la mesa de un restaurante vietnamita del pueblo de al lado, explicará: "No veo el interés de hablar conmigo. Es mucho mejor Aline". Me preguntan: "¿Por qué se mudaron a Francia?". Y digo: "No sé, Aline, ¿por qué lo hicimos?".

De su condición de notaria de todas las cosas Crumb, ella había dado buena cuenta por la tarde en el estudio de su marido, una habitación endiabladamente ordenada, de paredes forradas de cuadros, fundas de discos de blues y muñecos alienígenas.

Durante unas cuatro horas, Aline y Peter Poplaski habían repasado la vida de Crumb. De la infancia en Filadelfia como el mediano de cinco hermanos, hijos de un marine y una "chalada", al surgimiento del cómic underground a finales de los sesenta en San Francisco, del que Crumb se erigiría en faro para "convertirse en alguien al que de pronto las mujeres hacían caso". De cómo sus dibujos cotizan (estupendamente bien) en un mercado del arte que desprecian ("hemos hecho un pacto con el diablo para ganar la pasta gansa", admitirá Aline) a por qué Robert sólo colecciona discos publicados entre 1926 y 1932. De lo que piensa votar en las próximas elecciones de EE UU (demócrata, está por ver si Hillary u Obama) al día en que Aline encontró a Robert.

"Alguien me dijo... tienes que conocerle, pareces uno de sus personajes", recuerda Aline. "Pese a que tenía mujer y novia, parecíamos predestinados... De hecho, puso mi apellido, Kominsky, a una chica en uno de sus cómics antes de conocernos". El tiempo no ha hecho sino acentuar el parecido entre ella y los sueños de Crumb; esas mujeres grandes, de muslos torneados y bíceps fornidos que Robert siempre buscó hasta la obsesión. Incluso ahora que Aline se encamina hacia los sesenta años y es más conocida en la región como profesora de gimnasia y pilates que como artista.

Ella también dibujaba cómics underground en la época. Y sentía la misma pulsión autobiográfica de Crumb por mostrar sus intimidades, como quedó demostrado bien pronto en un volumen que titularon a medias Trapos sucios (1976). Con él, quedó inaugurado un género en el que cada uno se representaba por su lado en viñetas basadas en hechos reales (y que aún hoy se publican con regularidad en New Yorker). "No hay mucho que hacer con nuestra desvergüenza", admite Aline. "Es como decirle al mundo: soy asqueroso, horrible, hago cosas censurables... ¿Aún me quieres?".

Después de más de 30 años de descarnada sinceridad, el matrimonio Crumb sigue, dice Aline, fabulosa contadora de historias de voz grave, "haciéndose reír el uno al otro" y tratándose de un modo tan afectuoso como burlón.

-Y dime Robert -pregunta Aline en la cena- ¿Afectó en los sesenta el LSD a tu trazo?

-Sí, claro. Tomé unas 15 veces, y lo dejé -responde él -. Primero dejé las anfetaminas, luego el ácido, los porros, el alcohol y finalmente América.

El tono de Crumb se mueve en frecuencias bajas, entre ironías y encogimientos de hombros. "La razón por la que odio las entrevistas es que dejo salir todo y quedo vacío", había dicho antes de revelar los entresijos del contrato que le une a su último proyecto, una recreación literal del libro del Génesis. "Me ofrecieron 200.000 dólares, que parecía un pastón. Tres años de trabajos forzados después, no resulta tanto dinero".

Crumb tiene ya unas 120 páginas en las que recrea pasajes bíblicos con un detalle nunca antes visto en su obra. Para ello, cada día abandona su casa por un estudio cercano cuya localización desconocen hasta sus amigos. Se encierra y dibuja durante horas. Dice que necesita estar recluido para acabar su "obra más ambiciosa". En una madriguera que, después de mucho buscar, encontró en propiedad de una ciudadana inglesa de la zona.

En un giro más propio de Paul Auster, resultó que la casera se había doctorado en Oxford en el Génesis y se llama Arabella Crumb (el matrimonio la conoció porque recibía reiteradamente su correspondencia por equivocación). "No creo que el resultado vaya a contentar a nadie", aclara el autor. "Los judíos odiarán que haya puesto cara a Dios; los cristianos, que sale gente follando y cosas así".

De la plausible controversia, el matrimonio Crumb confía en que salga un éxito editorial que les permita resarcirse del negocio que debió ser y nunca fue la edición inglesa del libro que ahora se publica en España. El volumen, fruto de meses de conversaciones entre Poplaski y Crumb, fue editado en 2005 por "unos amigos" y se lanzó con gran despliegue mediático. Poplaski y el matrimonio se embarcaron en un tour promocional sin precedentes, al que un periódico inglés dedicó decenas de páginas. Las críticas fueron excelentes y la diseñadora Stella McCartney organizó sendas fiestas de lanzamiento en Londres y Nueva York, ciudad en la que Crumb mantuvo ante una biblioteca pública a rebosar un diálogo con el prestigioso crítico de arte Robert Hughes (que compara a menudo a su tocayo con artistas de la talla de Bruegel).

Después de todo lo cual (que Crumb accedió a hacer con las ganas con las que un vegetariano se zamparía un jabalí), los editores se declararon en bancarrota.

Y se esfumaron. "Ni siquiera nos pagaron el adelanto", explica el coautor Poplaski. "Creemos que vendieron 120.000 copias, que es un récord para un libro de Robert".

Habrá que esperar a otro día para obtener del dibujante una declaración iracunda al respecto. Él siempre parece tener otras cosas en la cabeza. ¿O la misma todo el tiempo? Cuando la velada toca a su fin, el mundo parece aliarse para producir un episodio inequívocamente crumbiano. En el fondo de unos vasitos de sake se adivina la procaz imagen de una asiática desnuda. Ante la que Robert exclama: "¡Hey, a ésta se le ve todo el matojo!".

Robert Crumb y su esposa, Aline.
Robert Crumb y su esposa, Aline.
Mr. Natural, uno de los personajes más celebrados del padre del cómic 'underground'.
Mr. Natural, uno de los personajes más celebrados del padre del cómic 'underground'.
Ilustración de Robert Crumb para su autobiografía.
Ilustración de Robert Crumb para su autobiografía.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Iker Seisdedos
Es corresponsal de EL PAÍS en Washington. Licenciado en Derecho Económico por la Universidad de Deusto y máster de Periodismo UAM / EL PAÍS, trabaja en el diario desde 2004, casi siempre vinculado al área cultural. Tras su paso por las secciones El Viajero, Tentaciones y El País Semanal, ha sido redactor jefe de Domingo, Ideas, Cultura y Babelia.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_