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Perdonen que no me levante
Columna
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El rey del mundo

Hoy día, ser famoso -acaparar las noticias- está al alcance de bastante gente. Puedes degollar a tu mujer, ser niña secuestrada, tener ladillas y llorar por ello en un programa de tele-realidad, vivir con dos cabezas, cantar con la vagina; puedes ser un tifón o un tsunami. Todo ello asegura la fama. Efímera, sí, pero la otra no nos interesa, dejémonos de monsergas.

De entre todas las famas fugaces -y al que las disfruta siempre se lo parecen-, la más perdurable, la que garantiza más portadas, más minutaje en las noticias, es la del líder político en acción. Cómo será que hasta los famosos de marca -estrellas de cine, cantantes, modelos- seudopolitiquean con el medio ambiente o el oenegeísmo para salir en los informativos dichos serios. No hay nada como mandar, y mandar mucho. Miren a Bush Jr. Su puesto le garantizaba la atención mundial aunque sólo fuera atragantándose comiendo galletas. No le hacía falta bombardear países. Pero lo hizo, y su fama creció. Pasará a la Historia.

"Nicolas Sarkozy ha puesto muy alto el listón del arribismo"

No creo que este cuento ejemplar busheño -quien mal anda, mal acaba: pasar a la Historia tras haber pasado por la histeria bélica no parece lo más adecuado para un muchacho- desanime a quienes pretenden triunfar socialmente y salir en todos los medios de difusión. Antes al contrario, se fijarán en un ejemplo más momentáneamente exitoso: Nicolas Sarkozy. Nadie como él, entre los modelos propuestos para la temporada 2008, instiga mayor entusiasmo. El hombre que empezó siendo un pitbull de mandíbulas encajadas y ladridos destemplados, el rottweiler que, como ministro del Interior, aullaba a la negritud de los suburbios de París, terminó -aunque bien puede decirse que éste es su nuevo comienzo- ronroneando al pie de las pirámides, junto a la esfinge Carla Bruni, de nariz perfecta. No importa si a la publicación de este artículo su idilio continúa o no. No importa si la suya va a ser o no la primera Boda del Siglo del año -aunque de más traca resultaría que Angela Merkel se casara con Jude Law-, lo cierto es que Nuestro Contemporáneo Sarkozy está ya lanzado como seductor.

Hay que reconocer que su jefe de imagen ha hecho un buen trabajo. Berlusconi era el prototipo, en el subgénero prostático-mediático con arreglos faciales; digamos que el antecesor de Berlusconi fue Carlos Medem cuando presidió Argentina con patillas, colágeno y alguna que otra rubia te¬¬ñida colgada del poncho. Líderes que -cielos- parecen poseer una especie de glamour para sus seguidores y otros papanatas en general. Argentina, Italia, países exuberantes, a los que aceptamos ciertas desviaciones consideradas exóticas, pero ¿la cartesiana Francia?

El más vulgar de sus presidentes de la República -hasta hoy-, Jacques Chirac, se limitaba a llevar su venalidad vergonzantemente, según los cánones tradicionales, y a emanar un aroma en el que se confundían la corrupción con el cammembert. Nicolas Sarkozy ha puesto el listón del arribismo muy alto. Se pasea en yates ajenos, a la manera de los Aznar, pero los llena más, no tiene ese aire de Familia Cebolleta yendo de merienda con los verdaderamente ricos. Sarkozy parece que hasta le haga un favor al Papa cuando le visita. Y es verdad. Sin duda fue la primera vez que Benedicto XVI dio la mano a un hombre que pasaba algo de su tiempo con y en la Bruni.

Con un poco de compasión y haciendo caso omiso de ese estilo Philippe Junot caza-Carolinas que le han colocado sus asesores de imagen, podemos imaginar que Nicolas Sarkozy es el Gran Gatsby de nuestra época. El pequeño gran hombre de origen húngaro y familia algo aristocrática pero arruinada, que a la tierna edad de cuatro añitos tuvo que soportar el abandono paterno… Debió de ser feliz ejerciendo de padre sin piedad cuando enviaba a los gendarmes a reprimir con sus porras y gases; ahora ejerce de conquistador. Eso equivale, en el estilo sin Complejos de nuestros días, a alcanzar la riqueza y comprarse una casa cerca de Daisy para recuperar su amor.

Daisy no merecía a Gatsby, y por eso él murió. Nuestra época, esta Daisy, sí le merece.

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