Tratando de Ángel
Hace muchos años que muchas cosas que no sabíamos cómo decir ya las había dicho Ángel González. Y, por suerte, también las había escrito. Y crecimos con su poesía construida con aspereza y otras luces. Era luminoso, tenía el éxito de todos los fracasos, resistía, luchaba contra el viento, contra el tiempo y contra sí mismo. Ganó la batalla de ser el más esencial poeta llamándose nada más, nada menos, que Ángel González.
Ayer, una vez más convocados por Chus Visor -su semejante, su hermano, su editor-, habíamos quedado para ver a González. No en el habitual bar de tantas noches, la segunda casa del poeta, en el mítico Kon-Tiki, sino en un hospital. Andaba el poeta con esa mala salud del que se ha bebido muchas noches y se ha fumado hasta la madrugada y un poco más. Es decir, andaba recto y digno, como sólo lo sabía hacer Ángel González.
Cuando llegué a la habitación de Ángel -después de haber despedido al inmortal, amable, liberal, divertido y amistoso Pepín Bello- me encontré al caballeroso, lector y cantor de Ángel a punto de comer una tortilla, después de haber tomado un caldo y antes de un yogur. Algo estaba mal. Esa apariencia de buen apetito, salud y agua mineral no auspiciaba nada bueno. De repente habla del futuro: beber, fumar, leer poemas en varios frentes, cantar unas rancheras, quedar con Pepe Caballero, Pepa, Joaquín, Luis, Benja, Juan, Almudena y hacernos unas nocturnidades. Hablar mal de los malos, decir la mentira a los confesores y resistir hasta que el güisqui se nos subiera a los pies. Estaba en forma, estaba en Ángel. Antes de irnos, tranquilizados con su mala salud habitual, Chus encontró una toba en el suelo de la habitación. ¿De quién es este cigarro de tu marca? El poeta miraba hacia otro lado, se extrañaba... como un niño pillado en falta. Susana, su mujer, resolvió la incógnita: "Habrá venido con algún zapato vuestro". Una mentira poética. Sí, pero de un vivo por completo. Palabra sobre palabra.
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