A vueltas con dos géneros narrativos
Da igual si Martínez de Pisón ha leído o no los ensayos de Hyden White porque su influencia ha sido provechosa. Con él llegó el recreo a la historiografía y la tentación bárbara de novelar la historia, como si los datos del pasado que maneja el historiador pudiesen someterse sin castigo a la modulación libérrima del novelista. White no autorizó eso, sino que señaló una cosa más obvia y fecunda: los historiadores manejan artificios narrativos y en esa medida las operaciones intelectuales y literarias que realiza el historiador se asemejan a las del novelista. Él probó un dominio inmaculado del punto de vista y la voz autorial no en una novela sino en una narración histórica como Enterrar a los muertos. Lo hizo tras tiempo bregando como novelista con esos instrumentos, y en Dientes de leche ha recreado de nuevo como novelista un material con partes de historia factual y partes inventadas.
La verdad que engendran ambos libros es distinta, aunque haya utilizado en ambas recursos de un excelente narrador y aunque ambos modos de verdad vivan inextricablemente cruzados. Allí administró una voz y una inventiva cuya libertad estaba limitada por lo que ratificaba o desmentía como detective de la historia, explorador en las biografías ajenas, buscador de supervivientes y de auxiliares del viaje hacia José Robles; aquí ha regresado a la libertad de la novela a pesar de la mucha historia política que ésta lleva dentro, y a pesar de que haya buscado la ayuda de historiadores profesionales. Pero lo importante es que la libertad del novelista está también bajo vigilancia, y la verdad moral (no histórica) que construye se desmoronaría sin su control, tanto si el pasado histórico que utiliza está probado y documentado como si no. Ese control no se ejerce sobre la información sino sobre las leyes urdidas para construir personajes, justificar sentimientos, razonar reacciones o asumir cataclismos sentimentales.
El secreto de la novela no está en la información, sino en asumir la libertad de la conjetura imaginaria y ajena a comprobación alguna, incluso en aceptar la sospecha sólo y aunque no haya documento que la pruebe ni que la haga verosímil. El novelista aprenderá a hacerla verosímil aunque sea increíble, porque ése es el oficio del novelista que explica la vida adulta, mientras que es la razón analítica sobre datos del pasado la que pone a prueba la verdad del historiador, no su verosimilitud, ni su posibilidad. Las tentaciones interpretativas tanto en novela como en historia son indispensables, porque sin ella no hay ni novela ni historia. Igual sucede con la imaginación. Pero los límites del historiador descalifican al que inventa por mucha verosimilitud que plante o por mucha imaginación que invierta en el invento, mientras que el novelista se hace porque inventa lo que ni sucedió ni dejó de suceder ni tendría por qué haber sucedido. Pero eso no equivale, dentro de la construcción misma de la novela, a disponer de una libertad absoluta. Transparentar el drama humano es parte del oficio del historiador pero ayuda sólo a explicar recodos de la historia o pedazos menores, accesorios, mientras que el drama humano puede y suele ser en su verdad moral oculta, en su naturaleza semisecreta en nuestras vidas, el eje del novelista.
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