Dependencia yanqui
El antiamericanismo lleva camino de convertirse en una religión que despierta fervores sin cuento. La creencia se ha extendido por Europa, pero en esto de las creencias el pueblo vasco siempre ha sido muy confesional, de modo que hay que andar con cuidado: entre nosotros, elogiar la democracia más antigua acarrea, asombrosamente, la imputación de antidemócrata.
Muchas decisiones de los gobiernos norteamericanos, especialmente en política exterior, son discutidas, discutibles y en algunos casos siniestras. La guerra de Irak representa el ejemplo más sangriento de esa larga hilera de equivocaciones, pero el antiyanqui típico alimenta su antipatía al margen de esa cuestión. Para él la política estadounidense apenas es una excusa; el rechazo tiene un origen intestinal, digestivo: la aversión a la sociedad más rica y más libre del planeta.
En cambio, el antiyanqui echará pestes de los yanquis, pero lo hará bebiendo Coca-Cola
Lo curioso es que el antiamericanismo acompasa su avance a la progresiva americanización de las costumbres. Algunos admiramos los valores que inspiraron la creación de EEUU, pero no tenemos la más mínima intención de convertirnos, ni por emulación, en norteamericanos. En cambio el antiyanqui echará pestes de los yanquis, pero lo hará bebiendo Coca-Cola; será de los que dicen "basket" en vez de baloncesto; se vestirá de mona por Todos los Santos; lucirá un chándal de colores; consumirá su tiempo de ocio en centros comerciales; dirá "bowling" para no decir bolera; y, por supuesto, se calificará a sí mismo de blogger si crea una bitácora para difundir sus ideas.
Es curioso que el antiyanqui sea permeable a toda clase de contaminaciones norteamericanas salvo a la mejor de todas ellas: la de sus valores políticos. Estados Unidos se constituyó bajo el impulso de una ideología ilustrada y antiautoritaria; se fundamentó en la autonomía de la persona, en su libertad y dignidad; cultivó desde el principio una profunda desconfianza hacia todo poder constituido (incluido el de su propio país); ha sido y sigue siendo un país sin inercias clasistas, porque el esfuerzo y la voluntad de las personas define su recompensa social; y consagra, en la declaración de independencia, un derecho que ningún otro texto legal ha reconocido al ser humano: el derecho a la búsqueda de la felicidad. Y en este último elemento, aparentemente retórico, reside una verdadera declaración política. Todas las dictaduras se han empeñado en traer el paraíso a la tierra, en imponer por decreto su modelo de felicidad. Por eso detestan lo que supuso la revolución americana: no imponer un modelo a la gente sino reconocer el derecho de que cada uno lo busque donde le plazca. Para cualquier totalitario esa es una proposición intolerable.
Una última cuestión. El antiyanqui entrega sin resistencia el gentilicio "americano", merecedor de todo el Nuevo Mundo, al particular patrimonio de los estadounidenses. Es más, el antiyanqui adora decir "Latinoamérica" y "latinoamericano", en demostración de su militante reconocimiento de la específica identidad del sur del continente. Pero "latinoamericano" fue una creación francesa de laboratorio, dirigida a difuminar la connotación hispánica. Y la reducción a "latino" se produjo cuando el término francés se transplantó a la órbita cultural norteamericana. Es decir, el concepto étnico y cultural "latino" es un injerto de última hora, el producto de un vaciado antropológico, una castración histórica y cultural. Poco importa: en este ideario subvertido, el latino más latino será el que diga que habla quechua y reniegue de la muy latina lengua castellana.
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