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Entrevista:CHANO LOBATO | Cantaor

"A este país no le gusta el flamenco, lo ha despreciado"

Nació en la calle Botica del barrio de Santa María de Cádiz en 1927, ese año mágico. Y es el Compay Segundo español: todo el arte posible y la antítesis de la solemnidad. Toda su vida ha llevado por el mundo el nombre de su ciudad, su humor y su cante, eso que él llama "las cosas de Cái", talento natural para el cante y el cuento, el mismo que fascinó a gente como Lorca, Ignacio Sánchez Mejías y La Argentinita y que se hizo célebre en los años treinta gracias a la simbiosis entre alta cultura y arte popular que fue la Edad de Plata.

Hoy cumple 80 años Juan Ramírez Sarabia, Chano Lobato, o El Tío Chano, el último representante de esa escuela gaditana que probablemente morirá con él. Y aunque ya canta poco porque anda quebrantado de salud ("la diabetes no perdona, sobrino, el otro día se me olvidó una letra por la mitad"), no hay sombra de nostalgia en su memoria. Sólo humor, bonhomía y agradecimiento: "A este país no le ha gustado el flamenco, lo ha despreciado, pero yo creo que los compañeros me han querido y el público también", dice por teléfono desde su casa sevillana.

"Nunca coticé y sólo tengo derecho a la pensión mínima"
"He grabado discos, pero tenía que haberlo hecho con más sentido"

"Estuve ayer [por anteayer] en Madrid recogiendo un premio en eso de Luis Cobos [la AIE], y allí estaban María Dolores Pradera, Alberto Cortez, una pila de gente. ¡Y qué bien me trataron, no me lo esperaba!", continúa. "Así que hablé, no tuve más remedio que hablar. Parecía Castelar en embustero".

Los maestros de esa familia gaditana de grandes cantaores y aún más grandes mentirosos fueron Ignacio Ezpeleta y Pericón de Cádiz, y esa herencia de doble filo la compartió Chano durante años con ese otro anárquico genial que fue Beni de Cádiz.

Tan sabios para el cante como para la vena cómica narrativa, ninguno de ellos fue tomado demasiado en serio. "Cádiz nunca ha valido para venderse. Nos ha dado miedo salir de allí", explica él. "Hemos sido cobardes, o igual un poco bohemios".

Con toda su fantasía y su gracia para quitarse importancia, Chano tiene un repertorio tan largo como una enciclopedia y prepara cada concierto como un primerizo: se levanta temprano, en el coche o el AVE ("¿será posible que el vagón de primera se mueva menos que el de turista?") escribe las letras que va a cantar, cuatro horas antes ya está vestido de artista. Luego deja salir su forma de comunicar, que parece improvisada pero es la síntesis de muchos años de tablas. "El otro día me caí en Ronda, qué jindama [miedo] pasé", cuenta. "La actuación era en la plaza de toros, y al final salimos todos y me dio por bailar por bulerías. ¡Me creí que era Ordóñez! Pegué un lance, pegué otro y la plaza se caía: '¡Torero, torero!'. De repente se me fue el cuerpo y pensé que me caía al patio de butacas. Al acabar me fui al hotel y puse una película de judíos italianos. Acabó a las cuatro. Total que me levanto, estaba todo oscuro, y paf, al suelo. Sin conocimiento. Creí que no me levantaba, sólo fue una bajada de azúcar".

Cantando se entrega siempre a fondo y satisface al aficionado más exigente. Los tangos los hace cante grande; sus rumbas son, según Enrique Morente, las mejores de la historia, por alegrías crea bellezas, por tanguillos hace reír y va sobrado de compás, hace siempre su pincelada por siguiriyas y soleá, y por bulerías el catálogo es inacabable: para bailar, por Cádiz, por cuplé, de Jerez, arrastradas, frenéticas, metiendo tangos como el Volver que adaptó de Carlos Gardel... "En eso aprendí de El Chaqueta. Era un cantaor larguísimo, quitaba el sentío. La versión oficial es que era cortito y gracioso, pero era un fenómeno, toda la familia era impresionante, y además todos bailaban extraordinario. Caracol lo iba siempre a escuchar. Y un día en Villa Rosa, Mairena estaba cantando un romance y El Chaqueta lo oyó, dijo 'eso no es así', se metió en el cuarto grande y no veas la que formó".

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