Catalanes
Conviene de vez en cuando visitar Cataluña, sin la pretensión de ver la Cataluña imaginaria o imaginada desde la visión de la Euskal Herria o Euskadi imaginada o imaginaria. La imaginación forma parte de la realidad, como la levadura forma parte del pan, y el lúpulo de la cerveza. Pero tanto el pan como la cerveza son algo más que levadura y lúpulo. Lo real debería trascender lo imaginado, al igual que el tiempo vivido debería ser más importante que el tiempo soñado. No sucede así, lo cual sólo quiere decir que en la razón humana actúan con idénticas fuerzas el sentimiento y la razón, el cerebro y el corazón. Si algo caracteriza a los catalanes es que saben diferenciar muy bien lo que dicta la razón y lo que ordena el corazón. Suena a tópico, pero los tópicos saben a verdad, una vez que se les quita todo el colorante y los conservantes añadidos.
Pocos catalanes miran a su pasado con pasión; pocos vascos lo miran con desdén
Hubo un tiempo, no demasiado lejano, en que los catalanes miraban a los vascos con admiración no disimulada. Les impresionaba la fuerza alardeada y demostrada en la defensa de lo que se creía justo, esa naturalidad e incluso inocencia a la hora de proclamar los principios e ideales. Pero cuando la fuerza se convirtió en violencia, algo que no fue inevitable, ese pesado lastre que contemplamos actualmente sin demasiado entusiasmo ni exagerado dolor, comenzaron a mirarnos con más lástima que admiración. La gloria nuestra se transformó en pena, colectiva claro, como todo en este país, donde ni siquiera las culpas pueden ser individuales. Ahora nos miran, eso creo, como al caminante que buscando su destino va demorándose y perdiéndose, va haciendo y deshaciendo su camino. Creen que, en el fondo, no queremos llegar a ningún sitio.
Quizá tengan razón, quizá el corazón no sea más que otra mentira en este teatrillo que tenemos montado, en esta función donde lo importante no es el final de la obra, sino la actuación, o la sobreactuación durante la misma. Ni siquiera se busca el aplauso final, sino la exclamación, el grito, la carcajada durante la función, la adhesión incondicional al personaje, aunque sea atrabiliario, inconsistente o absurdo.
El catalán se sabe mezcla y fusión de culturas, etnias y pueblos diversos. Ellos no saben qué son y, por tanto, no dedican demasiado tiempo en indagar sobre sus orígenes, buscando la diferencia étnica, el eslabón perdido, la huella del pasado que alguien (¿Dios o su representante en la tierra?) olvidó en algún lugar. Pocos catalanes miran a su pasado con pasión; pocos vascos lo miran con desdén. Los vascos estamos atados al pasado imaginado o soñado, como los árboles centenarios a sus raíces verdaderas, y ni siquiera se nos pasa por la cabeza la posibilidad de ser ramas caídas, hojarasca que el viento lleva, fruto que el sol colorea. Pero el árbol no tiene más vida que un pájaro, que la usa como habitación, cobijo, lugar de encuentro. Ser árbol es ser un peso sobre la tierra; ser pájaro es ser pluma, vuelo, levedad. Lo pesado no es más importante que lo ligero. Lo profundo está siempre en la superficie, en el rostro del ser amado, en el surco recién labrado.
La identidad catalana es una identidad ligera, como todo lo que se precie en aquel lugar, los colores de la tierra, el horizonte que se pierde en el mar envuelto en suaves brumas, la niebla de las montañas, la música de las palabras que suena como si no quisiera importunar, como si no quisiera molestar, que se aproxima al silencio y a veces lo roza. Huyen de la rotundidad y se refugian en espacios abiertos. Sólo sus atardeceres son contundentes. Quizá por ello, se identifiquen con los amaneceres. Nacen y renacen, de la nada, impulsados por necesidades vitales. Son seres áureos, aéreos y aurorales. Su identidad está basada más en los aspectos culturales que en los étnicos. Su identidad, en general, significa no identidad. La política catalana sigue siendo, en lo que conozco, un arte mediterráneo que busca el pacto antes que la confrontación entre desiguales o diferentes. Sobrevivirán, no lo dudo.
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