El tiempo del escritor
Había crecido en un mundo que parecía una novela costumbrista. Se acostumbró a vivir cada día como un personaje de una novela, de una obra que transcurría entre la irrealidad del teatro, el mundo del cine, la vida del café y las fugas en un mundo injusto y puñeteramente divertido.
El escritor Fernando Fernán-Gómez, premio Príncipe de Asturias de las Artes y las Letras, premio Nacional de Teatro, premio Lope de Vega, finalista del Planeta, académico de la Lengua, no ha sido el escritor que pudo ser porque su vida de actor, de director teatral y cinematográfico, le robaron el tiempo del escritor que pudo haber sido.
Pertenece a una generación que tuvo en el Café Gijón su lugar de vida, de tertulias literarias, de escribir, beber y ligar. Un lugar literario que frecuentó desde los oscuros años cuarenta hasta los abiertos años sesenta. Allí conoció los tiempos de la Juventud Creadora de García Nieto, las visitas de los consagrados Gerardo Diego o Eugenio Montes y la llegada de los jóvenes, sus contemporáneos, la generación de los "niños de la guerra". Fernán-Gómez, que sin querer estaba en el grupo de los mayores, miraba con envidia a aquellos jóvenes que le parecían existencialistas a la madrileña. Se llamaban Ignacio Aldecoa, Jesús Fernández Santos, Alfonso Sastre o Rafael Azcona. Los admiraba, siempre admiró a los escritores, a los poetas y no tardó en hacerse amigo de muchos de ellos. Con su anónima generosidad ayudó a crear y mantener el Premio de Narrativa Café Gijón. Entre sus mitologías de café se cuenta que, sin que nunca lo supiera uno de los supervivientes del teatro y el humor, el relegado autor Jardiel Poncela recibió durante un tiempo dinero de un anónimo admirador. La generosidad oculta de Fernán-Gómez que conocen muy bien quienes han sido sus amigos estaba detrás de aquel sobre.
En aquel café se mezclaban "monárquicos, republicanos, católicos, comunistas, anarquistas, tecnócratas y hombres que acababan de dejar en el armario la camisa azul y la pistola", en ese lugar donde se refugiaban los "enchulados de la violencia cuando no sabían dónde descargar sus palos de ciego", decidió que él también sería escritor. Y lo fue entre otras razones porque allí pasó muchas horas de vida, charlas y discusiones literarias. Un lugar en el que un autor como Buero Vallejo parecía el apuntador de una tertulia, donde Cela sentenciaba y Mercedes Fórmica se separaba de su pasado de camisa azul, era un buen lugar para observar la vida y contarla.
Tardó en escribir, pero con Las bicicletas son para el verano -que empezó siendo un guión radiofónico- consiguió todos los reconocimientos como autor teatral. Y entre sus novelas, casi siempre alimentadas de su vida, de la memoria de su vida de cómico, de hijo de cómicos, hay que destacar El viaje a ninguna parte, después llevada al cine. Con El mal amor fue finalista del Premio Planeta del año 87. Y son destacables sus novelas de la memoria, de un costumbrismo pasado por el descreído culto que fue, La Puerta del Sol, El tiempo de los trenes, Stop o El vendedor de naranjas.
Fue desde muy joven un poeta oculto. Apenas publicó algunos poemas en alguna revista. Había sido un gran lector de poesía y eso se deja ver en su antología, El canto es vuelo. El gran libro de Fernán-Gómez, del escritor que se entretuvo con la vida y sus actuaciones, sin duda son sus tomos de memorias El tiempo amarillo.
Babelia
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