Un general clavado al sillón
El presidente lleva meses maniobrando para mantener el control del país
Poder o Justicia. Desde hace ocho meses el general Pervez Musharraf libraba una guerra sin cuartel contra jueces, abogados y opositores que con la Constitución en la mano contestaban la legalidad de su reelección. Convencido de que él es el único que puede salvar al país de caer en las garras de Al Qaeda y el extremismo islámico, Musharraf hizo uso de sus galones y suspendió ayer de un plumazo una Carta Magna que no se ajusta a su visión de cómo debe gobernarse Pakistán y con ella a los legalistas del Tribunal Supremo que, con Iftijar Chaudry a la cabeza, se atrevieron a sugerir a principios de año que si Musharraf no abandonaba su uniforme no podía presentarse a la reelección como jefe de Estado.
El presidente cuenta ahora con 12 meses para amañar la Constitución El gran perdedor es el pueblo paquistaní y sus ansias de democracia
Esos jueces -ocho de diez- ahora destituidos y bajo arresto domiciliario, debían pronunciarse la próxima semana sobre si la candidatura del general a las presidenciales del pasado 6 de octubre era inconstitucional. Todo apunta a que el veredicto no sería favorable a Musharraf, que habría visto como los jueces le arrebataban unas elecciones ganadas por aplastante mayoría, ya que los votantes eran los diputados del partido creado por él, la Liga Musulmana de Pakistán-Q (PML-Q), después de que la oposición abandonara la Asamblea Nacional y las cuatro asambleas provinciales.
Todos los intentos de Estados Unidos por lavar la cara de la dictadura paquistaní resultaron nulos. Washington, que considera a Musharraf su mejor aliado asiático en la lucha contra el terrorismo, trató de evitar que el general recurriera a sus poderes castrenses para seguir gobernando e impulso un acuerdo entre el general y Benazir Bhutto, líder del Partido Popular del Pakistán (PPP), la principal fuerza opositora. El acuerdo para compartir el poder suponía que Musharraf retiraba los cargos por corrupción que Bhutto tenía pendientes y que el PPP no boicoteaba las elecciones presidenciales. Pero la ex primera ministra siempre insistió en que Musharraf tenía que dejar el uniforme y modificar la Constitución de manera que el jefe de Gobierno pudiera tener un tercer mandato. Bhutto gobernó entre 1988 y 1990 y entre 1993 y 1996, de ahí su exigencia de modificar la Carta Magna.
La creciente impopularidad del presidente convirtió en arenas movedizas cada uno de sus movimientos a lo largo de este año. Cercado por los jueces, la opinión pública y la oposición, Musharraf se aferró al uniforme como su tabla de salvación y terminó por recurrir a un estado de excepción, que en realidad es una ley marcial, teñida con los mismos tintes democráticos con que ha disfrazado su regimen militar desde que dio el golpe contra el Gobierno de Nawaz Sharif en 1999.
Sharif es, sin duda, la china en el zapato de Musharraf, además de su mayor rival. El intento de Sharif de volver al país, el pasado 10 de septiembre, finalizó con su inmediata deportación a Arabia Saudí. Sin embargo, tanto dentro como fuera de Pakistán habían aumentado las presiones para que se le permitiera participar en las elecciones generales, ahora congeladas.
La declaración del estado de emergencia supone que la actual Asamblea Nacional, cuyo periodo legislativo expiraba el próximo día 15, podrá prolongar su vigencia un año más. Apoyado en sus lacayos de la PML-Q y después de haber colocado al frente del Tribunal Supremo a Abdul Hamid Dogar, un juez que le defiende de forma visceral, el general cuenta con un periodo de gracia de 12 meses para amañar la Constitución de 1973 a su antojo, como ya hizo el anterior dictador Mohamed Zia ul Haq (1977-1988).
Mientras, el gran perdedor de este nuevo juego militar es el pueblo paquistaní y sus ansias de pacificar y democratizar el país. La mayoría de los paquistaníes se encuentran en medio del extremismo islámico y la violencia militar.
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