"¿Y por qué no yo?"
Algunas viñetas de Forges son tan buenas que lo eximen a uno de escribir un artículo, o quizá lo alientan, como es el caso. En la que apareció en este diario hace semanas, con motivo del Día Mundial de la Salud Mental, se veía a un hombrecillo minúsculo echado en un diván, con la nariz toda vendada y los brazos rígidos, y el médico, de espaldas a él, le diagnosticaba con hastío: "Mi consejo profesional es que deje el rugby".
Toda la vida se ha dicho -en verdad un tópico- que el principal defecto nacional era la envidia. Uno tiende a recelar de los tópicos y además cree inicialmente que las cosas pueden cambiar y lo que es larga tradición dejar de serlo. Aún lo creo, pero cada día me convenzo más de que esos cambios yo no llegaré a verlos en mi país. La envidia es por supuesto un sentimiento universal, pero lo cierto es que en ningún otro sitio -he vivido en cuatro países- lo he visto tan extendido y afilado y con unas características tan ominosas como en España. Aquí no es que un médico, un escritor, un futbolista, un cineasta, un periodista o un oficinista envidie a otro médico, escritor, futbolista, cineasta, periodista u oficinista que esté mejor considerado o pagado. Bueno, claro que los envidian, pero eso entra dentro de lo normal, y es lógico hasta cierto punto no agresivo. A cualquiera le gustaría que le fuera de maravilla en su profesión, o ser tenido en ella por el número uno, o poseer el máximo talento, el que acaso ve en otro que se dedica a lo mismo -porque todos sabemos distinguir eso en el fondo de nuestras conciencias; a veces tan en el fondo que logramos engañarnos y persuadirnos de que es malo lo que sabemos que es excelente-. Y no es sino humano que a uno lo fastidie un poco ese reconocimiento. Ahora bien, lo que se da a menudo en España, y eso ya es anómalo, es la incomprensible envidia que el éxito de un torero, por ejemplo, suscita en un ama de casa que no sólo jamás va a saltar a un ruedo, sino que tampoco se ha planteado hacerlo; o la rabia que le da a un tendero el triunfo de un actor o un astronauta, cuando el tal tendero no tiene ni tendrá nunca la menor intención de salir a un escenario o lanzarse al espacio. Es decir, aquí no es raro que a mucha gente le reviente, simplemente, que a alguien le vaya bien, con independencia de las capacidades o aspiraciones de esa mucha gente. Se podría decir que este es el país de lo que Elias Canetti, en un libro ya antiguo -Cincuenta caracteres-, llamó "El Recelafamas", al que describía así: "Desde que nació, el Recelafamas sabe que nadie es mejor que él ... Hojea diariamente el periódico en busca de nombres nuevos, ¡qué hace este metido ahí!, exclama indignado, ¡si ayer ni figuraba! ... La tranquilidad se le acaba, intenta esclarecer el caso, es justiciero, ya le dará su merecido al sinvergüenza ese del nuevo nombre". España, en efecto, está llena de Recelafamas, y también del "hombre del casino provinciano" que retrató Machado: "bajo el bigote gris, labios de hastío, y una triste expresión, que no es tristeza, sino algo más y menos: el vacío del mundo en la oquedad de su cabeza".
Pero hay una novedad, propia de nuestro tiempo. El desdeñoso profesional, el envidioso gratuito y universal ha dado un paso, el que en cierto modo ilustraba la viñeta de Forges. En vez de limitarse a recelar y rabiar, o a alzar la barbilla con anticipado desprecio, se ha dicho: "¿Y por qué no yo?" En gran medida se debe, a buen seguro, a que ha comprobado lo barata que hoy sale la fama. Para gozar de ella basta con acostarse -o contar que uno se ha acostado- con la persona adecuada; o participar en algún oligofrénico reality show; o insultar mucho en un blog; o cometer algún crimen estúpido (eso está al alcance de cualquiera); o lanzar mordiscos y aullidos por la mañana desde una radio eclesiástica; o participar en inoperantes tertulias radiofónicas o televisivas para no opinar, sino sencillamente soltar la primera y frívola sandez que se le venga a uno a la cabeza. El siguiente peldaño se sube casi sin querer, y así tenemos un país lleno de jovencitas vulgares que intentan ser supermodelos; de personas incapaces hasta de entonar, empeñadas en ser cantantes; de individuos que no saben lenguas -ni siquiera la propia-, dedicados a traducir; de cuasianalfabetos escribiendo libros; de inexpresivos aspirando a ser actores; de incompetentes convertidos en ministros, consejeros autonómicos o alcaldes; de sinvergüenzas ejerciendo de jueces; de seres inarticulados haciendo de locutores; de alfeñiques decididos a ser jugadores de rugby. Y como no son pocos los ineptos que consiguen lo que se proponen, ese "¿Por qué no yo?" empieza a estar justificado. No siempre, claro está, y así España se ha convertido en el país más alejado de la realidad, en el que lo raro es que se tenga conciencia de las propias limitaciones, en el que la modestia es una excepción y a casi nadie le faltan pretensiones. También, por tanto, en el país más expuesto a las frustraciones, que a su vez traen resentimiento, mala leche, odios irracionales y esa envidia universal ya descrita. A esto se lo solía llamar, cuando la lengua era precisa, un círculo vicioso. Lo menos que podríamos haber aprendido, tras tantos siglos, es que resulta casi imposible romper ese círculo, sobre todo si se lo fomenta.
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