La historia propia
Tiene razón Suso de Toro (EL PAÍS, 28 de octubre), al quejarse del olvido en que parecen haber quedado los años en que se fundó la democracia española y germina, en ella, el autogobierno de Galicia, vale decir como él mismo también dice, nuestro presente. Los historiadores, como Justo Beramendi, que acaba de publicar un libro más que bienvenido sobre la historia del galleguismo político desde 1840 a nuestros días, no dedica más que un capítulo y aun a modo de epílogo para lo que ocurrió en la política gallega durante la segunda mitad del siglo XX, en el cual sólo unas pocas páginas, en proporción, se refieren a la Transición Democrática y a la fundación del Estado de las Autonomías en España, con la consiguiente conquista de un Estatuto para Galicia. Dice Beramendi que el estudio completo de esta parte de nuestra historia aún tendrá que esperar algunos años. Quizá sea inevitable, por las mismas razones que él aduce. Y que tengamos que esperar, por ejemplo, a que sea su misma pluma la que complete lo que falta.
A nuestras calles y plazas les han dado el nombre de otros que hicieron bastante menos por el país
Pero mientras tanto, bien podríamos acercarnos a la historia propia sin esperar a que los historiadores nos la sirvan escrita y bien reglada. No tanto por dejarla tan asentada como ellos hacen, sino aunque sólo sea por no dejar de vivirla. Y digo esto y no revivirla, porque tampoco es que me anime la mera recuperación de la memoria, tan en boga ahora, porque esa historia política a que me refiero, inducido por la lectura del artículo de Suso de Toro, es tan reciente todavía, que me parece exagerado e incluso injusto traspasarla ya al recuerdo.
Fue, además, una historia llena de personajes, de coprotagonistas, muchos de los cuales aún están vivos y, por lo tanto, en condiciones de narrar en primera persona cuántos y cómo han contribuido a sentar las bases institucionales de esta Galicia que hoy, por fin, señorea sus propios destinos. Suso menciona, entre otros, a Meilán Gil, Camilo Nogueira, Anxo Guerreiro o Ceferino Díaz. Podrían añadirse otros cuantos, incluso muchos, también entre los que no apoyaron en esa misma dirección, porque aquél también fue un tiempo de animada movilización política, de la que nadie o casi nadie quedó fuera. La lucha contra la dictadura, o para algunos aunque sólo fuese su irreversible derrumbamiento, propició una acentuada agitación política, en la que emergieron abundantes partícipes, con mayor o menor implicación en la política partidista, con mayor o menor capacidad de liderazgo social, que para nada fueron parcos en pronunciamientos y manifestaciones, que también tuvieron trascendencia en los medios informativos de la época.
Hay, en fin, testimonios vivos paseándose por las avenidas. Y sería bueno salir a su encuentro. Quizá en la manera en que lo hizo la Fundación 10 de marzo, homenajeando a Anxo Guerreiro, que fue secretario general del Partido Comunista de Galicia. O como también hace la Fundación Luís Tilve honrando a José Luis Rodríguez Pardo, el primer secretario general del Partido de los Socialistas de Galicia con esa denominación definitiva. Ambos, por las responsabilidades orgánicas e institucionales que se les encomendaron en sus respectivos partidos, formaron parte del grupo de los 16, como se le llamó a la ponencia partidista que redactó el proyecto de Estatuto de Autonomía de Galicia. Los dos, además, son portadores de una larga experiencia de lucha política, ora clandestina pero también luego institucional y abierta, que puede alimentar bien el aprendizaje de la ciudadanía.
A nuestras calles y plazoletas les han dado el nombre de otros que hicieron bastante menos por el país. Y no digo yo que entremos en semejante zarandeo con estos otros nombres más propios, pero de ahí a que los vele el silencio hay mucho trecho.
Ya sé que cada uno tiene su memoria. Y que puede ser que los recuerdos que honran a unos molesten a otros, o le sean incómodos, como dice Suso. Pero que de las tres fuerzas políticas actuantes en Galicia sólo una haya estado siempre firme en la defensa del Estatuto, y las otras, o sus predecesoras, no, es mucho menos importante que la certeza de que hoy las tres asumen responsabilidades institucionales a su amparo, incluyendo las de defenderlo y desarrollarlo. Porque esto confirma, precisamente, el éxito de nuestra historia reciente.
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