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Reportaje:

Cinco años sin Michelle

Vicente Molina Foix

La cosa más inesperada sobre la belleza salió de la boca de Michelle Pfeiffer a principios de octubre. La estrella norteamericana estaba en Londres promocionando su nueva película, Stardust, y la noche de un miércoles pisó la alfombra roja de uno de los grandes cines de Leicester Square con el esplendor de una mujer madura que ha estado en manos de los doctores de la ley estética y ha salido bien parada. A la mañana siguiente, sin signos de cansancio en los ojos, la actriz daba en una reducida conferencia de prensa su respuesta a la pregunta de qué es para ella la belleza. "Confianza". ¿Confianza? "Una confianza en uno mismo, una cierta pereza". ¿No es eso decir demasiado poco para quien fue elegida muchos años seguidos una de las 50 personas más bellas del mundo? Claro que, en la película que acabábamos de ver, la bella aparece bestial, arrugada, calva. Hecha una bruja.

"Aunque pudiera, no volvería a los veinte. Sería eternamente una mujer de cuarenta años"
"Los personajes de malos suelen ser más completos, por eso nos atraen a los actores"
"Hay menos papeles de verdad para hombres y mujeres. No sé dónde va a parar este oficio"
"No me veo en escena. Me gustan los rodajes. La sutileza que se puede dar en un primer plano"

-Sí, es mi segundo papel de bruja, después del que hice hace ahora exactamente 20 años en Las brujas de Eastwick. Lo curioso es que en Stardust, como entonces, soy una de las tres brujas que intervienen en el argumento, aunque aquéllas eran distintas, mucho menos oscuras. Mientras rodaba Stardust pensé que si hago un tercer papel de bruja, quizá me salgan pezuñas de demonio.

Tiene razón Michelle Pfeiffer. En aquella comedia realizada por el australiano George Miller (el director principal de la saga Mad Max), ella hacía de un ama de casa que, a la vez que otras dos burguesas divorciadas de una ciudad campestre de Nueva Inglaterra, se enamoraba del diablo, interpretado -en un papel que le sale bordado- por Jack Nicholson. Las brujas de Eastwick era una película algo estropeada en su parte final por el abandono del tono de comedia levemente fantástica (el guión se basaba en la ligerísima novela homónima de John Updike), para caer en una exagerada truculencia en la que Nicholson, indeciso entre sus tres pretendientes -Pfeiffer, Susan Sarandon y Cher (nada menos)-, resolvía el dilema con su habitual batería de risotadas y susurros diabólicos. En Stardust, por el contrario, la Pfeiffer encarna a Lamia, una anciana hechicera tan chillona y cruel como sus hermanas Mormo y Empusa; juntas las tres, sus aquelarres no resultan menos lúgubres y ominosos que los de las brujas de Macbeth. Sin embargo, ahora estoy hablando tête-à-tête en una suite del hotel Claridge's de Londres con la hermosa mujer confiada. Pequeña de estatura, informalmente vestida de grises y negros ("me gusta mucho Armani, pero esto no es suyo"), con un luminoso y largo pelo rubio, Michelle Pfeiffer tiene unos muy bien llevados 49 o 50 años: las biografías, incluida la oficial, discrepan sobre su nacimiento en abril de 1957 o 1958, y no me atreví a pedirle una aclaración. Esa confianza o seguridad ("confidence" fue su palabra) que había dado como clave de la belleza estaba referida, amplió después, a las maneras en que uno anda y se viste y trata a los demás, y en ese sentido resultaba fácil comprenderla, puesto que sus movimientos a lo largo de la entrevista fueron naturales; su sonrisa, fresca; su presencia, cordial; sus gestos, espontáneos; sus respuestas, nunca fatuas. Y en la pantalla sigue siendo, aun en papeles menores, la magnífica actriz de Las amistades peligrosas o La edad de la inocencia. En cuanto a la pereza o dejadez (laziness) de la bella... También lo podía yo entender por otros aspectos del modo de presentarse la estrella a nuestro encuentro: apenas maquillada, sin tacones, suelta y hasta un poco en desorden su cabellera. Ahora bien, Michelle Pfeiffer no se pudo mostrar corporalmente perezosa durante el rodaje de Stardust.

-Hacer la película fue refrescante, por lo que tenía para mí de exploración de un territorio nuevo, dejándome llevar de mis instintos y también de la mano de Matthew [el director y coguionista de la película, Matthew Vaughn, marido de otra guapa célebre, Claudia Schiffer], que me guió muy bien por esa arriesgada y en mi caso desconocida realidad fantástica. Pero el maquillaje.. ¡era horrible! Seis horas diarias; nunca llegas a acostumbrarte a tener todo el rostro recauchutado hasta el cuello. No podía ni comer, porque existía el peligro de que si tomaba algo duro, la capa de caucho alrededor de la boca se agrietara; eso significaba dos horas más con el maquillador... Así que yo misma me cortaba la comida en trocitos pequeñísimos, que comía con palillos. ¡Completamente brutal!

Hay que explicar lo del caucho. Stardust (ahora las películas americanas casi nunca se traducen, confiando en nuestro don de lenguas, pero el término significa "polvo de estrellas") adapta un libro muy popular de Neil Gaiman, primero aparecido en forma de cómic y luego reescrito por el propio Gaiman como novela. Soy poco aficionado a este tipo de género, pero, tal y como aparece en la adaptación cinematográfica, se trata de un cuento de hadas retro futurista a medio camino entre la saga de El señor de los anillos y la fantasmagoría cómico-juvenil de Harry Potter. La parte más original de Stardust es precisamente la que concierne a la bruja Lamia, a sus dos hermanas y a algún que otro adefesio obsesionado por la vejez y la pérdida de la belleza. Un reto para la hermosa Pfeiffer, sobre todo si recordamos que la actriz estuvo cinco años retirada del cine y su regreso lo marcó Stardust, aunque en España se haya estrenado antes su posteriormente rodada Hairspray. Lamia y sus hermanas no son sólo unos monstruitos apergaminados; en su búsqueda de la estrella milagrosa muestran también gran vileza, y a Pfeiffer, ambos trazos, hacer de vieja horrenda y de malvada, le supusieron un acicate. De hecho, la película gana siempre que Lamia prueba uno de sus sortilegios, y hay una escena especialmente atractiva en la que el esfuerzo de concentración brujeril le reduce de golpe los senos. "No malgastes tus fuerzas en trucos de belleza", le responde la bruja rival.

-No soy una entusiasta de la literatura fantástica. Me gustó el guión precisamente porque no me pareció que fuese una historia fantástica tradicional, sino una mezcla de géneros diferentes, siempre jugando con lo inesperado. Stardust tiene su lado épico, de fantasía sobre el más allá, y a la vez trata de algo muy contemporáneo. Eso me atrajo. Desde el primer encuentro con Matthew tuve claro que él quería aprovechar los personajes de las tres hermanas hechiceras para hacer un comentario sobre esta obsesión que hay ahora en la sociedad con la permanente juventud, la perfección física y la belleza, y al mismo tiempo sobre los extremos ridículos a los que algunas mujeres están dispuestas a llegar para conseguirlo. Me pareció una actitud valiente por parte de un hombre el querer explorar ese asunto, y de un modo atrevido, bastante más subrayado en el guión que en el libro original.

El cine ha tenido una gloriosa galería de hermosas rubias frías, varias de las cuales dieron lo mejor de sí, quizá no por casualidad, trabajando con Alfred Hitchcock: Grace Kelly, Kim Novak, Tippi Hedren, Catherine Deneuve. Pfeiffer pertenece, al lado de Jean Seberg, Marilyn Monroe o Nicole Kidman, a otra categoría de mujer rubia, más dulce, más cálida, aunque no exenta por ello de peligro. El rostro de Michelle Pfeiffer tiene, como un añadido de su belleza, algo armónico y sereno, lo cual la hacía idónea para papeles como el de la profesora de literatura empeñada en regenerar a sus alumnos descarriados en Mentes peligrosas, o la incauta Madame de Tourvel de Las amistades peligrosas. Pero la Pfeiffer no sería la excelente actriz que es sin la capacidad de ensombrecer cuando así se requiere su radiante claridad. También en lo tenebroso ha brillado: en la película de Mike Nichols Lobo hacía el papel de la hija de un editor enamorada irresistiblemente de un hombre lobo, de nuevo encarnado por nuestro demonio número uno, Jack Nicholson, logrando transmitir con igual fuerza tanto su amor diurno al empleado de la editorial como el que sentía por la fiera que le salía a Nicholson de noche. Y, sin abandonar el reino animal, Pfeiffer estaba deliciosamente perversa como mujer gato en la estupenda película de Tim Burton Batman vuelve. Le pregunto a la actriz si hay una explicación al hecho de que, en los dos primeros papeles tras su regreso al cine, haga de bruja en Stardust y de arpía en Hairspray.

-Bueno, los personajes de malas son a menudo más complejos, y por ello atraen a los actores. Aunque tampoco quisiera alimentarme con una invariable dieta de villanas? [risas]. De vez en cuando sí, porque resulta además liberador no tener la presión de ser la chica protagonista, y que el éxito de la película dependa de lo mucho o lo poco que le caigas bien al público. Al mismo tiempo, claro, está el reto de conseguir que tu personaje negativo sea rico, multidimensional, y no sólo un malo de una pieza.

Mala acendrada es la Velma von Tussle que Michelle Pfeiffer interpreta con evidente placer en Hairspray. Esta película, dirigida por el antiguo coreógrafo Dan Shankman, es una doble adaptación de la cinta de culto de John Waters y del posterior musical de Broadway, pese a lo cual no ha perdido compostura; John Travolta, más parecido a un Bugs Bunny obeso que a la original travesti Divine, resulta cargante a ratos, pero ahí están la Pfeiffer, Christopher Walken y Queen Latifah, entre otros secundarios, para mantener, en una sucesión de magníficos números musicales, la punta de una historia donde el racismo, el sobrepeso y la televisión basura están, por así decirlo, cardados con mucha consistencia. Rubia de peluquería, Velma von Tussle es una antigua reina de la belleza (como Michelle) que dirige un canal televisivo y, para favorecer a su no menos lacada hija, perpetra todo tipo de iniquidades y seducciones.

-Al principio tuve dudas en aceptar ese personaje tan antipático, tan negativo. No se puede comparar su maldad con la de la bruja Lamia; éste es un personaje fantástico, mientras que en la vida hay gente como Velma, y eso me daba cierto miedo. Es la misma sensación de realidad perturbadora que se tiene en una película de terror en la que los horrores no suceden en una mansión encantada, sino en una casa normal, que podría ser la tuya. ¿Mi inspiración para crear ese personaje? Bueno, después de pensarlo mucho, decidí que Velma sería un cruce entre Joan Crawford y Marilyn Monroe.

Aparte de mostrarse malísima, la Pfeiffer canta y baila en Hairspray.

-Era un reto, porque aquí no era como en Los fabulosos Baker Boys [hacía de cantante en una sala de fiestas], donde no importaba si cantabas bien o regular. En Hairspray, las canciones te piden mucho, porque a través de ellas se cuenta la historia. Sí, también a mí me parece que los motivos antirracistas están más subrayados en la pantalla que en la obra de teatro, aunque al leer el guión no me di tanta cuenta. Fue al empezar el rodaje cuando pensé: "¡Dios mío, voy a hacer de una asquerosa racista!". Lo bonito de Hairspray es cómo ese mensaje tan potente sobre la intolerancia y el racismo, que le da más peso a la película, se transmite de un modo tan divertido. El mensaje va calando sin que el espectador sienta que le están dando un sermón.

En 2003, después de una serie de títulos que difícilmente pasarán a la historia, Pfeiffer dejó el cine. En estos casos, como en las retiradas de la política, se invoca a la familia: "poder pasar más tiempo con los míos". Pfeiffer está casada desde 1993 con un segundo marido, tiene un hijo biológico y una hija adoptada, Claudia, mestiza ("no sólo por eso estoy a favor de la diversidad étnica y social"), y, como contó aquel día en Londres, ha vivido felizmente con los suyos, además de con cinco perros y un par de ponis, después de recolocar los asnos que había en casa.

-Trato de proteger mi vida privada, sobre todo a mis hijos, pero no se puede vivir en una burbuja. Es cuestión de porcentajes. En esos años sin hacer cine les di más a los míos, pero también es verdad que un día los niños, después de ver una película en televisión, me preguntaron: "¿No vas a hacer más cine, mamá?". Y lo decían con cierta impaciencia.

La edad. Recuerdo la primera vez que la vi, como Elvira, la mujer de Al Pacino en El precio del poder (Scarface, 1983), de Brian de Palma. La película la tengo olvidada, pero no a ella, que se sintió, me dice, "como un bicho raro rodeada de aquella manada de actores experimentados, y llena de miedos después de meses de audiciones y un rodaje largo y complicado". Tampoco se me va de la memoria su condesa Olenska de La edad de la inocencia, de Scorsese, ni su Madame de Tourvel en Las amistades peligrosas, versión Frears: "Me encantó trabajar con él, aunque me resultaba difícil ser martirizada en todas las escenas. ¿Cómo haces de víctima siendo al mismo tiempo creativa?". Ésos y otros roles los desempeñó con extraordinaria inteligencia y verdad aquella mujer tanto tiempo situada entre las 50 más bellas del mundo. Algunas de esas películas no envejecerán nunca. Pero ¿hay lugar en el Hollywood de hoy para una madura que viene del ayer?

-Sí, también yo creo que la industria del cine americano discrimina entre los hombres y mujeres de una cierta edad, aunque me parece que la discriminación es más general, y afecta a todos los actores; hay ahora menos papeles, papeles de verdad, para todos nosotros, y no sólo en el cine, la televisión prefiere antes que nada los reality shows. Hoy yo no animaría a nadie a que se metiera en esto; no sé, sinceramente, adónde va a ir a parar esta profesión. A veces tengo la impresión de que ya tuve lo mejor de mi carrera de actriz.

Se me ocurre, sentado ante la mujer confiada y perezosa, lo mucho que me gustaría verla en carne y hueso convenciéndome en un diálogo más dramático. Sobre un escenario. El teatro es el último refugio de las estrellas, y Londres ha acogido siempre con caballerosidad a esos sex symbols cuyas arrugas ningún maquillador de cine podía borrar.

-No, no me veo en un escenario. Cuando empezaba mi carrera hice talleres dramáticos, y estudié en una escuela de interpretación, pero apenas he hecho teatro; creo que me falta el instinto teatral. Me gustan los rodajes, la posibilidad de hacer muchas tomas de una escena, las sutilezas que se pueden dar en un primer plano. Quizá más adelante cambie de opinión, pero de momento encuentro en el cine un equilibrio magnífico entre un trabajo de creación y una vida familiar plena.

Desde su regreso al cine, Michelle Pfeiffer ha intervenido en tres películas, y prepara otra; un día, a mitad del rodaje de Stardust le pareció imposible haber permanecido tanto tiempo sin estar delante de la cámara, y se hizo la pregunta: ¿quiero seguir en esto? La bruja Lamia la empujó a responderse que sí. En ese papel había que comprometerse, entregarse, empezando por la tortura de las seis horas del caucho. La actriz parece consciente de las resonancias que ese papel proyecta sobre ella. La Lamia de Pfeiffer nos mira a menudo en la película, debajo de la capa de caucho, con un guiño burlón, a la vez que se dirige a sí misma -todo lo indica- una reprimenda o un aviso. La película cuenta por lo demás en su distinguido reparto (un Peter O'Toole apenas aprovechado, un Rupert Everett imposible de reconocer, un Ian McKellen como narrador) con otro veterano, Robert de Niro, haciendo también excesos sin cortarse un pelo. Lamia, al final, pronuncia esta sentencia: "Juventud, belleza, todo eso carece ya de sentido". Pero ¿no es tentador, si uno tuviera poderes, seguir la busca de la estrella fugaz de la juventud... "Yo me siento muy relajada. Y si me dieran la oportunidad de viajar en una máquina del tiempo, no volvería a los veinte años; no es mi edad preferida. Elegiría ser eternamente una mujer de cuarenta".

La actriz, en una de sus últimas actuaciones, 'Hairspray'
La actriz, en una de sus últimas actuaciones, 'Hairspray'
Dama humillada en 'Las amistades peligrosas'
Dama humillada en 'Las amistades peligrosas'

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