Entre esperas
Hay horas en que no se debe circular por según qué sitios. No conviene, por ejemplo, recorrer de madrugada y en situación de tránsito los grandes aeropuertos internacionales, esos pasillos y salas de impaciencia. Lugares en donde las tres, las cuatro o las cinco de la mañana coinciden invariablemente con la noche del alma cuando uno se traslada de un país a otro, haciendo transbordo en un tercero, empujado por una emergencia -la enfermedad de un pariente cercano, la muerte de un lejano amor- y dejando tantos interrogantes como vicisitudes tiene por delante.
En casos así deberíamos poder elegir los lugares desde donde partir y en donde conectar. Ya que el destino ha elegido por nosotros el lugar de llegada, aquel en donde se materializará la urgencia que nos puso en camino.
Beirut tiene un aeropuerto grande, pero no tanto como los libaneses creen y los extranjeros temen
Mi ruta de siempre desde que vivo en Líbano la mayor parte del año sale de Beirut y pasa por Francfort para llegar a Barcelona. Vuelo con Lufthansa porque mi confianza en su eficacia es ciega. Nunca me han perdido una maleta. Por lo demás, el aeropuerto de Francfort, que conozco desde hace más de veinte años, sigue siendo para mí el lugar en donde podría rodarse cualquier versión de El cielo puede esperar. Es un decorado de cuyas dimensiones olímpicas y algo cerveceras sólo podemos darnos cuenta quienes, agónicamente, tratamos de alcanzar en diez minutos nuestro próximo vuelo. Por lo demás, de madrugada y entre dos aviones mata tanto como cualquiera de esos monstruos de espacio adimensional: como el pulpo miameño o la soledad de tanatorio de nuestra T 4.
Pero que el trallazo sentimental de partir se produzca en Beirut amortigua, en lo que a mí concierne, la caída en picado de mi estómago, y posterga las lágrimas, y hasta anima las risas. No he pasado por este aeropuerto, en los últimos meses, sin que se acordaran de mí personas que a esas horas resultan necesarias y además saben entenderlo. El policía que revisa los pasaportes y a quien, una noche en que moqueaba, le pasé unas pastillas para su resfriado; los de la cinta de control de equipajes que, inevitablemente, me dan recuerdos para Raúl y para Ronaldinho. Hasta la dama que me cachea en un reservado me palpa el cuerpo con estilo maternal. Y el chico del bar, también invariablemente, me pide un cigarrillo y vuelve a sonreír, porque recuerda que cada vez le digo que ya no los fumo, que sólo tengo el vicio del narguile.
El de Beirut es un aeropuerto grande, pero no tanto como los libaneses creen ni como los extranjeros de mi cuerda temerían. Sus tiendas de dulces y sus duty-frees y sus joyerías -aunque haya mucho diamante en los escaparates- tienen todavía un aire de calle mayor. A eso contribuye la parroquia que ocupa los bancos y que convierte las anchas galerías en paseos vecinales. Verán, ahí mismo tengo localizadas a ocho egipcias modernas con sus novios, musulmanas de cuerpo cubierto y ceñido por los mejores trapos, que se llevan de Beirut maletones de ropa. No han podido evitar ponerse para el viaje los echarpes recién comprados, con hilillos de oro y plata y otras fantasías, envolviendo con gracia sus voluminosos peinados. Parece que lleven en la cabeza sillas de camello enjalbegadas con lujo. Parlotean, alborotan, están vivas, habituadas a estos horarios de salida satánicos con que la distribución de vuelos internacional parece castigar a los países más oscuros, y que a mí me hacen pensar en huidas clandestinas.
A pocos metros de las egipcias tenemos a unas etíopes cristianas, con sus cruces coptas de brillantes colgando del cuello. Sus crespas y abundantes melenas -más rubias que negras- también parecen desproporcionadas, pero el conjunto resulta tan hermoso y vital como el de sus contrarias en religión. Cargan también con paquetes, regalos, se enseñan ropa nueva. Y cuando las llaman por teléfono suena un himno religioso y en la pantalla del móvil aparece un Sagrado Corazón de colores pintureros tomado de cintura para arriba.
Beirut, ya les digo. Sería ideal partir, hacer tránsito y aterrizar, por último, en Beirut.
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