Celebrar el hambre
Resulta un sarcasmo que cada año "celebremos" el Día Mundial de la Alimentación. Más bien lo que tendría que hacer el Primer Mundo es convocar un acto público de vergüenza general al constatar que no hay déficit de alimentos. Y que, a pesar de ello, más de 854 millones de personas no cenaron anoche. No precisamente por capricho o exigencias dietéticas. El mundo produce un 10% de comida de más, lo cual significa que una vez alimentada toda la humanidad aún sobraría.
Año tras año, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) nos arroja esas cifras dramáticas de carencia nutricional que significan una violación de un derecho básico recogido en la Carta de Naciones Unidas. La FAO organiza anualmente megaprogramas televisivos para recoger fondos. Con el donativo pretendemos limpiar nuestra culpa y aguardamos al año siguiente porque a lo mejor, pensamos, seremos un poco más generosos. Sin embargo, como justamente observa el director general de esta agencia especializada, el senegalés Jacques Diouf, no se trata de caridad. Garantizar a todo ser humano una alimentación adecuada y regular no constituye sólo un imperativo moral y una inversión. Reporta también beneficios económicos enormes.
El problema, lejos de mejorar, se agrava en términos absolutos. La FAO siempre ha sostenido que los recursos necesarios para afrontar el hambre son pocos en comparación con los beneficios que produciría invertirlos en esta causa. El coste directo para solucionarlo no supera los 30.000 millones de dólares al año. Pero cada dólar invertido para erradicar el hambre podría multiplicarse por cinco y hasta por más de veinte en beneficios de mayor productividad.
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