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Columna
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La tradición sienta mal a las mujeres

Soledad Gallego-Díaz

Garantizar a las mujeres la igualdad con los hombres en los asuntos de la vida es contrario a la tradición, a los precedentes e, incluso, a siglos de educación. Lo dijo la sufragista norteamericana Susan B. Anthony a finales del XIX y tenía mucha razón al advertir a las mujeres de que las tradiciones, especialmente las culturales, suelen ser muy malas para nuestra salud. Quizás para los hombres la tradición resida en levantar piedras. Para las mujeres, es seguro que consiste en que nos las tiren a la cabeza. Las doctrinas o costumbres conservadas en un pueblo por transmisión de padres a hijos, como lo define la Real Academia, suelen acarrear sumisión, maltrato e ignorancia. Para los hombres, en parte. Y para las mujeres, en todo. La aceptación de la idea de igual trato para hombres y mujeres no procede de la tradición, sino del concepto de justicia. Y no es mala idea que las mujeres lo tengamos siempre presente.

Se comprende mal por qué han salido tantas voces en este país en defensa del derecho de los padres a enviar a sus hijas a la escuela pública con un pañuelo o velo en cabeza, con el argumento de que es una prenda que responde a una tradición cultural. Qué manía con cargar sobre la cabeza de las mujeres (física y simbólicamente) las tradiciones culturales y las señas de identidad de los diferentes grupos que existen en el mundo. Basta con ver las fotos en las que aparecen los padres y hermanos de las niñas para darse cuenta de que para afirmar su identidad o su religión, ellos no necesitan dejarse crecer la barba o vestir chilaba. Lo hacen perfectamente con una chaqueta de ante y pantalones vaqueros.

Hay también quienes argumentan que el derecho de esas niñas a recibir educación debe estar por encima de todo. Es fácil compartir ese criterio, pero quizás habría que darle algunas vueltas. ¿Lo que decae es el derecho de las niñas a la educación o el de sus padres a enviarlas al colegio público con el velo? Incluso ese derecho de los padres, que también suena muy razonable, cuando se examina de cerca resulta que ya tiene claras excepciones en nuestra propia sociedad. Por ejemplo, no se permite que unos padres naturistas envíen al colegio a su hijo desnudo. Por ejemplo, no se permite a los niños y adolescentes entrar en las aulas públicas con ostentosos símbolos racistas o nazis. Es verdad que el pañuelo o velo en la cabeza de las niñas no provoca la misma ofensa en quienes lo ven que el desnudo o los símbolos racistas y que, desde luego, no se puede alegar para prohibirlo que estén suscitando problemas de orden público, como, sin duda, se esgrimiría en los otros dos ejemplos planteados.

Todo eso es cierto, pero también que nuestra sociedad tiene una curiosa tendencia a considerar que este tipo de hechos, que afectan a las mujeres, son más o menos intrascendentes y que lo que conviene es ignorarlos lo más posible. La realidad es que, según UGT, sólo en Madrid ya hay más de 80 colegios públicos en los que niñas y adolescentes musulmanas acuden con el pañuelo o velo, cuando hasta hace poco eso era algo verdaderamente excepcional. ¿Por qué? ¿Quizás porque las familias inmigrantes sucumben a las presiones de los clérigos, de los vecinos chismosos, de toda esa ralea miserable y represora que tan bien conoció la propia sociedad española en los años cuarenta y cincuenta? ¿Por qué permitimos que sucumban ellos ahora sin encontrar el menor apoyo ni la menor repulsa en la sociedad que les rodea? Cierto que por ahora no existe una ley que impida que las niñas vayan a la escuela pública con velo. Pero, ¿no deberíamos buscar, con inteligencia, una manera de ofrecer mayor resistencia, incluso legal? ¿Una forma de animar a las mujeres musulmanas que viven en nuestro país a combatir las tradiciones que fomentan la desigualdad?

Es verdad que existen mujeres musulmanas adultas que afirman llevar el velo por propia voluntad. Nadie propone arrancárselo. Faltaría más. Nadie quiere ofender a Saida Benchallal, la joven estudiante, de 19 años, que escribió en este mismo periódico que, tras meses de reflexión, había decidido, por propia voluntad, ponerse el hiyab, "para completar su fe". Simplemente, recuerdo la cantidad de tonterías que hice a los 19 años, sin por eso tener razón. solg@elpais.es

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