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Columna
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Separatistas

Antes se hablaba de separaciones, separatismos y separatistas, pero los tiempos cambian y con los nuevos tiempos se roturan otros campos semánticos. Suenan a viejo los separatismos y los separatistas. Los separados son un arcaísmo, una especie extinguida y para muchos un recuerdo triste. Separarse era algo definitivamente lamentable: no era estar separado, sino serlo. Era como vivir eternamente fracturado, con una especie de escayola social que limitaba nuestros movimientos. Ahora no es necesario separarse. Nadie debe vivir escayolado permanentemente. Nadie debe pasar por el trance de vivir y de ser separado como si fuera manco, cojo o tuerto.

Ahora los separados han desaparecido. Los divorciados crecen y se diría (a tenor de las cifras oficiales) que hasta se reproducen. Pronto -dicen los alarmistas- habrá ya más divorcios que matrimonios. En todo caso, somos los campeones del divorcio en Europa. Gracias a la reforma del año 2005, en virtud de la cual se pusieron en marcha los llamados divorcios exprés, los españoles no han de separarse previamente para rescindir sus antiguos (o recientes) contratos matrimoniales. De manera que hemos tomado breada y, según parece (al menos de momento), no hay quien nos frene y menos quien nos ate.

Los españoles (algunos, unos cuantos, bastantes) se quieren divorciar. Ya nadie aguanta ni un minuto más en esta situación, la que sea, la suya. Es el aire del tiempo. No el viento de la historia, pero sí una borrasca que aparece claramente dibujada en el mapa. Queremos divorciarnos de nuestras parejas, pero no sólo de ellas. El Estado español es también, para algunos, una pareja impuesta que ya no están dispuestos a aguantar. Para otros (quizás menos, aunque pueden ser más en el futuro) esa pareja a la que no soportan es la pareja Real. Hacía mucho tiempo que no se cuestionaba como se viene haciendo en los últimos meses la función, esencia y pervivencia de la monarquía, incluso desde instancias a priori impensables.

No parece que todos estén de acuerdo con aquello de que el matrimonio, como decía Bacon, duplique las alegrías y divida las penas. Muchos deben pensar que es justo lo contrario. Quieren ser soberanos. Si hubo un tiempo en el que fueron separatistas, ahora sencillamente son soberanistas. Las regiones podían separarse. Las naciones sin Estado no tienen más remedio que autodeterminarse. ¿Podría acaso ser el referéndum una puerta de acceso para el divorcio exprés que están pidiendo a gritos los nacionalistas catalanes y vascos? No quieren separarse, sino directamente conseguir el divorcio conservando, eso sí, una buena amistad e incluso viéndose con su antigua pareja una vez por semana o por mes o por año para tomar café. Su matrimonio fue probablemente una equivocación, un acto obligatorio o necesario y en el fondo indeseado. Eso deben pensar. Pero el contrato matrimonial se llama, en este caso, Constitución Española de 1978. No hay aquí matrimonio religioso, sino simple contrato civil, aunque el nacionalismo lo que desearía en el fondo, más que un vulgar divorcio (que también), es una nulidad eclesial ganada en los pasillos del famoso Tribunal de la Rota. No se podría decir que el matrimonio no llegó a consumarse, pero los abogados que se dedican a estos menesteres son capaces de buscarle los tres pies al gato y disolverlo todo, incluso la evidencia. Son como el aguarrás.

Separarse, divorciarse, anularse. Todo menos seguir unidos y hacerle caso al viejo G. K. Chesterton, defensor a contracorriente del matrimonio, de quien acaba de publicarse La superstición del divorcio, con prólogo de Enrique García Maíquez y traducción de Aurora Rice Desqui. El ensayo fue escrito en 1920, mientras se discutía en Inglaterra la admisión de una ley de divorcio. Tan incorrectamente conservador como siempre, Chesterton comparaba el matrimonio con una nación íntima y pequeña. Si hay personas capaces de dar la vida por la patria, decía, cómo no sacrificarse un poco por la supervivencia de esa nación de dos que, a diferencia de la otra en que habitamos, sí que hemos elegido. Quizás el escritor inglés tenía razón. O quizás sea mejor no casarse con nadie para evitar divorcios, nulidades, separaciones y otras calamidades.

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