París celebra la hora de los estampados
El diseñador Oña Selfa se despide de Loewe con su mejor colección
La intensa semana de la Moda de París, de domingo a domingo, con las propuestas para la primavera verano de 2008, culminó ayer con un calendario que, aun en su estricto código de calidad, se ha visto sensiblemente ampliado con nombres que aún suenan desconocidos o extraños: cítense a Manish Arora, Requiem (Rafaelle Borriello y Julien Desselle) o Charles Anastase, que viene de Londres.
En París suena la hora de los estampados, al menos en una zona de los creadores o estilistas de gran rango, con una preponderancia de florales y geométricos que no desdeñan la presencia de los grandes topos, las rayas y las estrellas, a veces en embarazosas alusiones a las banderas, como es el caso del tardopop Jean-Charles de Castelbajac. Los lisos están también en su sitio, con la misma égida de las gamas claras y un uso despiadado de rojos y amarillos. La silueta relajada y envolvente, el largo que oscila entre la rodilla y la minifalda discreta, son sitios comunes. Especialmente llamativos los estampados escogidos por Nicolas Ghesquiére para evocar con inteligencia los vestidos de dos piezas de Cristóbal Balenciaga, firma que diseña y donde se afianza con éxito. Hubo furia de estampados también en Dries van Notten y en Christian Lacroix y también en Chanel e Yves Saint Laurent, que sólo coincidieron en la presencia de barras y estrellas. Chanel, siempre en manos de Karl Lagerfeld, muy deportivo y hasta casual-chic, fue menos convencional que otras veces, diríase que ecléctico, mientras Stefano Pilati recurre en YSL a sellos icónicos del pasado, entendiendo que los modifica hasta hacerlos futuribles.
No es la misma senda de Riccardo Tischi para Givenchy, que se ha tomado en serio lo de hacer una renovación a fondo de su casa, aun conservando ciertos efectos formales que ya distinguieron antaño la costura de esa marca en sastres y armaduras, pero sobre un drástico acento contemporáneo. Y no pueden dejar de mencionarse dos casos foráneos pero ya inveteradamente parisienses, Valentino Garavani, que desplegó su estilo de siempre en monocromos trajes de inspiración romana y el clan japonés que lidera Rei Kawakubo desde la firma Comme des Garçons.
José Enrique Oña Selfa hacía esta vez su última colección para Loewe, la décima, después de cinco años ligado a la firma española. Y como canto de cisne, acaso poseído de un cierto amor propio, desplegó toda su batería formal e intuitiva para realizar una colección coherente, muy justificadamente aplaudida y donde unía modernidad con elementos neoclásicos del vestir en lujo. Largos vestidos plisados a lo Vionnet con cíngulos dobles de pasamanería, bombachos tobilleros, microbastillados para pecheras y otros adornos, pequeñas ristras de botonadura decorativa, todo en una gama que iba del blanco níveo y el champán al arena y el bronce. Los estampados, evocadores del acervo vintage de la casa, eran sobre sedas ligeras en azules, a veces con aplicaciones de cristal. Todo aquello rezumaba buen gusto y estilo. El uso de la piel muy refinada como para su uso estival, se esmeraba en chaquetas cortas y faldas a capas cascada. Oña Selfa parte del emblemático sello español de la piel con un acierto doble: visión de conjunto y atención a las nuevas siluetas de lo amable.
Todavía se hablaba en corrillos del desfile de Dior, y en especial, de dos cosas, si se quiere, ajenas a la pasarela misma: la presencia carnal de Sting y su música y la aparición de John Galliano con ligas al muslo para saludar. La colección era comercial dentro de sus límites, muy masculinizada y con dos referentes claros, los años veinte muy americanizados y la evocación de Marlene Dietrich como icono incontestable de la rubia fatal.
Ayer, Nina Ricci cerró el ciclo de los grandes. El diseñador Olivier Theyskens incide en su poesía intimista. Con un despliegue material y mediático considerable, 37 modelos cortadas todas por el mismo patrón estético del estilista y su gusto por un neogótico florido (que no floral), donde no falta un perfume decadentista que se hace neorromántico, la colección parecía trasquilada por las propias manos de su creador: drapeados sueltos, ristras de plumas humedecidas y maltratadas, paleta de empolvados del rosa al malva y los grises, azul noche y tonos de muerte para unas prendas muy elaboradas plenas de superposiciones virtuales, degradados y esfumados hasta llegar a opulentos trajes de fiesta con un casi estrábico homenaje a Eugenia de Montijo en un gran vestido de ópera con esclavina pluvial.
Babelia
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