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Reportaje:

En busca de la cura milagrosa

Ha nacido un niño, y el niño parece bendecido. Vive en el país más rico de la Tierra y en el momento de mayor prosperidad y conocimiento de la historia. Incluso tiene unos padres interesantes: uno británico, el otro norteamericano, ambos un poco famosos por derecho propio.

Entonces sucede algo inquietante. Algo que podría ocurrir a cualquiera de nuestros hijos. De golpe, el niño empieza a retroceder. Primero pierde el habla, y a continuación entra en un infierno solitario. Se aparta cuando le tocan y arquea la espalda cuando le cogen. Alinea sus juguetes en fila, y tiene miedo de cosas que no deberían provocarlo. Parece no notar tu presencia, y su indiferencia hace que te sientas despreciado.

"Tienes que meterte en su mente. Es algo parecido a susurrar a los caballos para controlarlos"
"Habló por el trote de 'Betsy'. Nunca le he estadotan agradecido a un ser vivo como a ese caballo"
Roan tiene cinco años y es un niño feliz y adaptable, pero no sabe ir al baño solo
"Por qué escupes? ¿Cómo haces fuego?". Ésas fueron las primeras palabras de Rowan

Pronto empieza el auténtico tormento. Ves cómo los demás niños juegan en el cajón de arena del parque mientras el tuyo se queda a un lado, vertiendo y volviendo a verter obsesivamente la arena a través de sus dedos. Su sistema nervioso se ve recorrido por súbitas tormentas, que le hacen gritar de pánico y de dolor. Más tarde, en los años más tranquilos, cuando tiene cuatro o cinco de edad, los intentos de otros niños de hacerse amigos suyos son rechazados. No se debe a que tu hijo no quiera compañeros: lo cierto es que a lo mejor está deseando tenerlos. Pero la interacción social le deja perplejo, y la conversación le pone nervioso porque no tiene ni idea de cómo responder. De modo que se aleja con expresión distante, y da la impresión de ser frío y raro. Esto es el autismo. Tu encantador crío parece condenado a lo que, en 1943, Leo Kanner fue el primero en describir como "una extrema soledad autista".

Se trata de un trastorno desconcertante. Pero en una granja de Tejas, un padre británico cree que ha encontrado la forma de llegar a la mente de su hijo autista. El niño ha aprendido a hablar gracias a su relación con un caballo. Es capaz de controlar sus rabietas, de expresar sus sentimientos, e incluso sabe matemáticas y deletrear cualquier palabra, y todo por un caballo. Es el niño del caballo, y la atenuación de sus síntomas supone un desafío para las creencias convencionales acerca de cómo tratar su trastorno.

¿Se puede sacar adelante a un niño autista a base de amor? ¿Puedes, por lo menos, salvar a tu hijo sin destruir tu matrimonio y a ti mismo? Todos los padres desean ser buenos padres. La pregunta es cómo. ¿Puede un caballo ser la respuesta?

Si hay una familia preparada para combatir los misterios de este trastorno agónico, es ésta. Kristin Neff, la madre, es psicóloga evolutiva en la Universidad de Tejas. Rupert Isaacson, el padre, es un escritor de discursos políticos que antes se dedicaba a adiestrar caballos, y se ha pasado la vida llamando la atención sobre las injusticias. Durante los últimos cinco años, su vida se ha centrado en Rowan, su hijo autista. "Tienes que meterte en el interior de su mente", dice Rupert, que aprendió paciencia y empatía en su primera profesión como susurrador de caballos, al que contrataban para controlar a los animales frenéticos.

Al principio, Rowan parecía normal. Habló muy pronto, y a los 12 meses ya decía cinco palabras que empezaban por be. Luego las perdió. Cuando, con 18 meses, no conseguía pasar ciertos límites, su madre supo que pasaba algo. Pero su condición está rodeada de tantos malentendidos que hasta ella, profesora de desarrollo humano, bromeaba con que al menos no se trataba de autismo, porque el niño establecía buen contacto visual. Sólo ahora es consciente de que los tópicos sobre el autismo no se basan en investigaciones como es debido. ¿Cuántos niños autistas son tan encantadores como éste? ¿Cuántos pueden mirar a sus padres directamente a los ojos? No lo sabemos: ese trabajo no se ha hecho.

Desconocemos qué causa el autismo, aunque se sospecha de la interacción de genes y toxinas. (A Rowan le falta un gen que produce glutationa, un antioxidante que combate las toxinas; para el año próximo se espera un informe acerca del papel de los plásticos y los fármacos en el autismo). Por lo menos hoy entendemos qué es el autismo. Dicho sencillamente, el cerebro está cableado de modo diferente. Los escáneres indican que la materia blanca del córtex frontal, los "cables del ordenador" del cerebro, está superdesarrollada. En lugar de conectar todas las partes del cerebro, puede que haya una masa de cables que llevan a una sola zona, de modo que parte del cerebro tiene más conexiones de las que necesita, mientras que la otra parte está poco servida. Las únicas zonas normales son el córtex visual y las de la parte trasera del cerebro, donde se almacenan los recuerdos.

Muchos autistas no piensan en palabras, sino en imágenes, en dibujos o en símbolos. "Cuando leo, traduzco las palabras escritas a películas en color, o simplemente guardo una foto de la página escrita para leerla más tarde", cuenta Temple Grandin, uno de los que en los últimos 20 años nos han abierto el mundo del autismo al aprender a describirlo en el lenguaje oral. "Debe de ser como mirar el mundo a través de un caleidoscopio e intentar escuchar al mismo tiempo una radio cuya frecuencia está saturada de interferencias", explica Grandin.

Las conexiones adicionales del cerebro dan a una minoría de autistas algunas desconcertantes habilidades de erudito, como la capacidad de Kim Peek, que inspiró la película Rain Man, de leer dos páginas simultáneamente, una con cada ojo, o la de Daniel Tammet, un inglés, genio de las matemáticas, que recuerda el número pi con 22.514 decimales. Para otros, la experiencia ordinaria es intolerable. Dicen que pueden oír la sangre fluyendo por sus venas o todos los sonidos de un colegio. Al mismo tiempo, las conexiones del cerebro que les faltan pueden manifestarse en escasa capacidad de reacción. Un niño en una fiesta de cumpleaños, rodeado de compañeros que lamen un helado, puede quedarse mirando perplejo su cucurucho porque, aunque le gusta el helado, siempre lo ha tomado con cuchara.

Para Rowan, el autismo adopta una forma llamada PDD-NOS, que significa que sus habilidades comunicativas y sociales están severamente perturbadas, pero que no se ajusta a las definiciones clásicas. Empezó a agitar los brazos y a balbucear, al tiempo que se encerraba en sí mismo durante horas. Durante dos años sufrió tormentas de fuego neurológicas, que le hacían convulsionarse en el suelo. "Podía ser porque una brisa le rozaba la mejilla, y a él le parecía como si le estuvieran abrasando con un lanzallamas", afirma Rupert. "No puede expresar qué va mal".

El diagnóstico llegó en abril de 2004, cuando Rowan tenía dos años y medio. Sus padres probaron la receta habitual: logopedia y terapia, análisis de conducta aplicada, eliminación de toxinas, suplementos para ajustar la química del niño.

Kristin es budista, y Rupert, en palabras de su amigo Rian Malan, es franco, optimista y "vulnerable al encanto". Tras reunirse con curanderos africanos cuando investigaba para The healing land [La tierra sanadora], su libro sobre los bosquimanos del Kalahari, se abrió a la comunión con el mundo del espíritu. La rutina estricta no es lo suyo, como tampoco lo es simular que no nota la tensión de un niño -"ignorar el comportamiento negativo", como dicen los terapeutas-. Su instinto le llevaba a abrazar y a reconfortar, y a poner a Rowan en primer lugar. "Somos sus esclavos", dice Rupert. También tienen una objeción intelectual a la sabiduría convencional. La vida lanza a nuestros hijos bolas curvas. ¿No deberíamos lanzar bolas curvas nosotros también? Si el orden ayuda a los niños autistas a corto plazo, ¿no acaba reforzando a la larga las rigideces del trastorno?

La sorpresa llegó con un descubrimiento accidental. Como muchos niños autistas, Rowan tiene energía; un día se escapó atravesando una valla y se fue con los caballos del vecino. Un percherón llamado Betsy empezó a mostrar un lenguaje corporal de docilidad con el niño. Era extraño. A pesar de sus ojos tiernos, Betsy es una quisquillosa yegua que no se lo piensa dos veces a la hora de soltar un par de coces en la cara de un caballo que la moleste o de irse directa al establo con un jinete incompetente a cuestas. Pero ahí la tenías, con la cabeza tocando el suelo, sometiéndose a un niño de dos años que no paraba de balbucear.

Durante años, Rupert se había dedicado profesionalmente a adiestrar caballos, y su primera reacción fue llorar. Ahí estaba la prueba de que su hijo podía compartir con él su apasionado vínculo con los caballos. Pero si el autismo había dado a Rowan una inquietante línea directa con el caballo, también le hacía incapaz de aprender a montar. Tenía poco control sobre su cuerpo y podía caerse. Como padre e hijo no podían avanzar más, Rupert se desanimó.

A éste le siguió otro suceso casual. Tras recibir el encargo de escribir un artículo sobre Honduras, Rupert fue a las montañas y se encontró con un montón de padres a lomos de sus caballos con sus hijos. Se dio cuenta de que, después de todo, sí podía enseñar a Rowan a montar a caballo: podían compartir el mismo. Cuando volvió a casa le puso a Betsy una silla de montar y le preguntó a Rowan: "¿Quieres subir?". Y fue la primera vez que el niño le dio una respuesta directa: "¡Arriba, arriba!", dijo.

Cuando fueron a montar los días siguientes, hablaron. El padre le preguntaba: "¿Quieres ir rápido o lento?", "¿Quieres ir al agua o a los árboles?", "¡Mira, un cuervo! Los cuervos son negros. ¿Cómo se deletrea cuervo?", "Dale un abrazo a Betsy. ¡Gracias, Betsy!". Y Rowan respondía. En lugar del balbuceo y las repeticiones vacías de rigor, eran palabras con sentido. Al principio, la nueva habilidad sólo se producía sobre el caballo, y se desvanecía como un sueño cuando estaba en el suelo. Más tarde también se extendió al resto de su mundo. Seis meses después, cuando Rowan tenía tres años y medio, pudo decirle a Betsy de manera espontánea que la quería. "En realidad, debemos la mayor parte del habla cognitiva de Rowan a Betsy", afirma Rupert. "Nunca le he estado tan agradecido a un ser vivo como a ese caballo".

Igualmente significativo fue el efecto sobre los berrinches de Rowan. Todavía tenía arrebatos: gritos, contorsiones. Pero aunque pudiera ser un manojo de nervios de energía aleatoria hasta que se le ponía en la silla, y volviera a tener espasmos nada más bajarse, a lomos de Betsy estaba tranquilo. También respondía a los curanderos. Justo después del diagnóstico, Rupert trajo a un grupo de cazadores-recolectores africanos a Estados Unidos para dar a conocer la pérdida de sus tierras por culpa de las minas de diamantes. Los bosquimanos se convirtieron en parte de un acontecimiento celebrado en California, y algunos de ellos incluyeron a Rowan en sus ceremonias, rezando por él y entrando en trance. Los síntomas del pequeño parecían atenuarse: incluso le enseñaba sus juguetes a la gente.

Por entonces, los logopedas empezaban a dar a Rowan por perdido y decían que ya no podían seguir ayudándole. Lo único que parecía funcionar era una yegua gruñona y un encuentro con una cultura ancestral. Como todos los buenos escritores, Rupert decidió llevar sus descubrimientos hasta el extremo. Se preguntó: ¿en qué parte del mundo se combinan caballos y curanderos? La respuesta fue Mongolia. Allí, Rowan y sus padres encontraron la magia.

Rupert explica que Mongolia es donde el caballo evolucionó y el ser humano aprendió a cabalgar sobre él, y donde se origina la palabra chamán, que significa "el que sabe". Así que la idea de Rupert es montar a caballo con Rowan, recorrer Mongolia de un curandero a otro y bañarle en aguas sagradas. El periplo finalizará en una de las regiones más remotas de la Tierra, donde los chamanes son particularmente poderosos.

Cuando a Kristin se le comunicó el plan pensó que era una locura, pero creyó que nunca se llevaría a cabo. Pero no sólo sucedió, sino que unos editores compraron a Rupert el libro sobre su viaje por una suma tan elevada que en algunos países ha batido récords [en España, los derechos los ha comprado la editorial El Andén]. Va a hacerse una película, The horse boy (El niño del caballo), y hay tráilers en YouTube y MySpace. El libro se publicará en 18 países [en España, en el otoño de 2008].

Con Rupert Isaacson, Kristin y su hijo Rowan nos encontramos en la estepa mongola, entre nómadas que nunca han recibido a turistas, dispuestos a montar en los caballos semisalvajes que han cazado a lazo para nuestro viaje. Hasta ahora, Rowan nunca ha estado más de tres horas a lomos de un caballo, pero este viaje va a durar días. El deseo secreto de Kristin es que un día su hijo encuentre a una mujer encantadora que le permita vivir con sus excentricidades, ya que resulta difícil imaginarle viviendo de forma independiente, aunque es fácil pensar en él ganándose la vida con los animales. A Rupert le encantaría que Rowan dijese una mentira, lo cual revelaría un salto adelante. Tiene cinco años y no sabe hacer caca solo. Si los chamanes logran que use el inodoro, eso lo justificaría todo, piensa Rupert.

La operación no es tan descabellada como parece. Después de llevar 12 años con Rupert, Kristin empieza a fiarse de su opinión; en efecto, resulta que los avances de Rowan a caballo tienen una base teórica. Se cree que el movimiento de balanceo, y el tener que buscar el equilibrio constantemente, estimula nuevas conexiones neuronales. Los investigadores en autismo están siguiendo este viaje con interés. Pero quien mejor defiende a estos padres es su hijo. Es un niño dulce y afectuoso. Se hace querer. Cuando está alterado, tiene esa habilidad de los autistas para extraer de su memoria palabras que pueden corresponderse con lo que siente, pero no con lo que está intentando decir. Por eso puede que grite "¡jirafa!" con todas sus fuerzas, o "¡inmigración!", o "¡Smith!", que es el apellido de su antigua profesora, la señorita Smith, cuando en realidad quiere transmitir que está nervioso o que ha perdido uno de sus juguetes favoritos. Sólo transcurre un día desde que le conoces hasta que consigues que se ría con un juego. Lo más impresionante de todo es su interés en el mundo, lo opuesto a la idea clásica sobre el autismo.

Pero ahora no se ríe. De hecho, el viaje empieza mal y va a peor. Los caballos son receptivos. Pero Rowan no se acerca a ninguno. Los primeros días, la mayor parte del grupo viaja a caballo excepto el niño, cansado y tristón, que pasa el tiempo en el todoterreno de apoyo. Pronto su padre se plantea cambiar el título del libro por El niño del todoterreno. Pasan los días, y Rowan todavía se muestra cauto con los caballos: ha llegado a verlos como algo que su padre quiere que haga.

Rupert está a punto de caer en la desesperación. ¿Está haciendo esto por Rowan o por sí mismo? Le ha salido una calentura en el labio, una reacción al estrés. El labio se parte dolorosamente en transversal, y atrae a las moscas. Pero la tensión no hace más que agudizarse. Hay mucho en juego, y no es sólo el bienestar de su hijo. El adelanto de siete cifras que le han dado por el libro está pagando el rodaje de The horse boy, un fideicomiso para Rowan y una escuela en Tejas para ofrecer la educación de Rowan a otros. La escuela, Big Sky [Gran Cielo], va a tener cuatro Betsys o más como aulas móviles, cada una con una manta de fieltro sobre el lomo que hará las veces de pizarra. Acogerá entre 9 y 15 niños con el mismo autismo de Rowan, y hasta 25 hermanos. Su inauguración está prevista para el año que viene, y el plan es fomentar el método en todo el mundo.

Big Sky está dirigida por las cuatro estrellas del universo de Rowan: si las tres primeras son sus padres, Betsy y los curanderos, la cuarta es su tutora en la escuela, Katherine Sainz, cuyo hijo tiene un autismo parecido al de Rowan. En una antigua comuna hippy, Sainz adapta la jornada de Rowan a sus necesidades. Pasa cuatro horas dando una vuelta por el bosque con su sombra, Kamilo, que le protege y usa descubrimientos casuales como herramienta educativa. Cuando ha gastado la suficiente energía como para estar calmado, entra en el aula, donde Sainz da sus clases con ayuda de dos cerdos, dos gatos y una pitón. Después del colegio va a montar a caballo con Rupert.

Según Kristin, este enfoque liberal en la educación de su hijo implica que podría tardarse tres veces más en cambiar el comportamiento de un niño. Pero como los cambios proceden del interior, y no del exterior, tienen poder. Rupert establece una analogía: si no enseñas a un caballo a pensar por él mismo, no será un campeón. Tendrás un caballo capaz de funcionar en determinadas situaciones de manera predecible.

Rowan es un niño feliz y adaptable. Pero todo tiene su límite. Sainz está a miles de kilómetros. Todo lo que le es familiar está lejos, excepto el equipo de rodaje, sus padres y un caballo al que no quiere. Experimenta un terrible retroceso y comienza a comportarse como sus padres no habían vuelto a verle desde que tenía 18 meses. Pierde el lenguaje y empieza a balbucear. Grita sin control cuando muge una vaca, ataca a una niñita mongola y muerde a su padre. Llevar al niño a las aguas sagradas conocidas como "el manantial del cerebro" significa arrastrarle a la fuerza hasta allí. Y todo se está grabando para la película The horse boy. Cuando se le echa el agua sobre la cabeza, vuelve a gritar. Pero de golpe empieza a reírse, y todo se convierte en un juego.

Se ha producido un avance tan importante que en aquel momento, antes de toda esta angustia, Rupert y Kristin sintieron que quizá el viaje estaba justificado: por primera vez en su vida, Rowan tiene un amigo. En el pasado ha logrado jugar en paralelo, que consiste en que un niño juega cerca de otro de la misma edad. Esto es diferente. Nuestro guía ha traído a su hijo de seis años, Bodibilguun, y ayudado por la igualdad de no tener un lenguaje común en el que Rowan pueda fallar, juegan con espadas, se abrazan, montan a caballo un ratito y en general se comportan como amigos. Y ahora que se ha recuperado, es evidente que Rowan está feliz. Se inventa una historia en la que su amigo imaginario Buster, la pequeña conejita y Blackie el hipopótamo tienen una aventura en Mongolia, y está claro que está reflejando los sucesos de los últimos días. Lo de contar historias es nuevo para él. Por tanto, el viaje no es un desastre. Pero hasta ahora los caballos han tenido poco que ver con ello, y más tarde el viaje vuelve a empeorar.

Todo el mundo, incluido Rowan, se dirige a caballo a ver a un chamán que está en un lugar al que no puede llegar ningún todoterreno. Michel Oriol Scott, el director de la película, se queda atrás. Tiene una intoxicación alimentaria. Pronto está en el suelo, vomitando y con diarrea, y, mientras, su caballo se escapa. La cosa no puede ir peor.

Durante 40 años, el dogma médico sostuvo que los autistas no tenían vida interior, y si la tenían, nunca podría encontrar expresión. Una madre cambió eso. Eustacia Cutler enseñó a su hija a leer e investigó sobre las claves para conseguir un futuro que tuviera sentido. Aquella niña, Temple Grandin, es ahora profesora de ciencias naturales y una estrella en los círculos del autismo. Ha usado sus poderes visuales y su comunicación con las vacas para diseñar un tercio de las instalaciones para ganado en Estados Unidos, reduciendo la ansiedad de los animales y, por tanto, ayudando a la industria cárnica con innovaciones que a ella le parecen obvias. Quizá el futuro de Rowan sea similar.

No hubo ningún hito concreto en la vida de Grandin; creció experimentando una serie de mejoras graduales. "No hubo magia, me limité a hacerlo lo mejor que pude", asegura su madre. "Eso es lo importante, ése es el talismán".

Con Rowan es la misma historia. En realidad, el autismo no es un espectro, es una constelación de individuos, y lo que funciona para uno podría no tener ningún efecto en otro. "Los expertos no saben qué decirte", afirma Kristin. "Lo mejor que puedes esperar es encontrar a otro padre que tenga un hijo con rasgos similares a los del tuyo, y probarlo todo". En el fondo, muchas decisiones de los padres se basan en el instinto.

En alguna parte del ciberespacio, la página web de The horse boy, escrita antes de iniciar el viaje, hace una predicción más audaz, más temeraria. Bajo el epígrafe de "¿qué resultados podemos esperar?", se puede leer: "Rowan ya ha reaccionado extremadamente bien a los caballos y a las ceremonias de los chamanes... Con una prolongada exposición a ambos podemos esperar ver una mejora radical y la recuperación ante la cámara de la mente de un niño autista que se abre a la conciencia. Para el público que siga este viaje milagroso, esta experiencia como espectadores de cine será rara y mágica de verdad".

Parece improbable. Pero sucede. Michel, el director de cine sin caballo, viene tambaleándose hasta el campamento y empieza a vomitar otra vez de forma tan estruendosa que Rowan deja de jugar para prestar atención. El niño de cinco años se levanta y hace la primera pregunta de su vida: "Michel, ¿por qué estás escupiendo?". Sabedor de la importancia de este hecho, Michel pide heroicamente y con voz ronca que alguien coja una cámara. Luego, Rupert hace una fogata, y Rowan hace su segunda pregunta: "Papá, ¿cómo haces fuego?". A los pocos días de hacer su primer amigo, y horas después de montarse en un caballo, Rowan hace avances verbales.

Sólo queda pendiente el mayor deseo de sus padres: el fin de esos días de restregar calzoncillos. Rowan no usa pañales: hace caca directamente en los pantalones.

He prometido no describir el encuentro con el último chamán; para eso deberán esperar a la película. Pero puedo contarles esto. La tarde siguiente, en un banco de arena, Rowan hace unos pequeños y curiosos movimientos que indican que quiere hacer caca, pero esta vez hay una novedad: se está aguantando. Y su padre le dice: "Venga, Rowan, agáchate". Todo el grupo le anima. Incluso Bodibilguun, el niño de seis años, se pone en cuclillas para enseñarle qué tiene que hacer. Rowan mira a todo el mundo, se va a otro banco de arena, después dobla las rodillas y hace caca como si le hubieran enseñado a hacerlo. Rowan y Kristin están en éxtasis. Por primera vez en sus vidas, su hijo contiene sus esfínteres.

El encuentro de Rowan con Betsy fue una casualidad, como también lo fue que Rupert supiese cómo sacar provecho de ello. El padre usó a Betsy para todo: lenguaje, matemáticas, normas sociales. "Tenía tiempo", explica Rupert. "Me estaba divirtiendo con él, en lugar de deprimirme porque tenía un hijo autista con el que no podía conectar. Sí que podía. Y me sentía muy realizado como padre".

La última vez que vi a Rowan fue en una casa de Berkshire, en el Reino Unido, donde pasaba unos días con unos amigos de la familia. Me despido. "Rowan, dale un abrazo a Tim", le ordenan sus padres. En realidad, yo no soy nada para él; sólo un observador que habla mucho con sus padres. Pero Rowan le da la espalda a la televisión sin protestar, apoya la cabeza en mi hombro, junta su mejilla con la mía y, con sus manos rodeándome el cuello y la espalda, nos achuchamos. Para alguien a quien le aguarda una vida de "soledad autista extrema", la sensación de esos 10 tiernos dedos es motivo de esperanza. ¿Habría adquirido el lenguaje de todas formas? ¿Habría aprendido a hacer amigos? ¿Quién puede asegurarlo? Todo lo que se puede saber es que, para este niño, un régimen liberal y excéntrico basado en un amor profundo centrado en los caballos parece ser la mejor terapia posible.

Hemos salido de la era oscura de los años cincuenta, cuando el autismo se achacaba al rechazo de una "madre severa" y al niño simplemente se le recluía en una institución. Pero todavía comprendemos muy poco. Un día saldremos del periodo medieval del autismo. Quizá la historia de El niño caballo sea un hito en el camino.

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