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El silencio de un tenor portentoso
Columna
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¡Maestro, maestro!

Jesús Ruiz Mantilla

Aquellos tiempos en los que la ópera tenía más que ver con los cómicos de la legua que con el rock and roll; esos días lejanos en los que las leyendas se forjaban por el boca oído tras las hazañas en pequeños y grandes teatros y no a base de operaciones de marketing; las increíbles épocas en las que el oído y el instinto valían por sí mismos, sin necesidad de saber leer partituras y mucho menos de especializarse en un repertorio concreto, se van de la mano de personajes como Luciano Pavarotti.

Puede que sea mejor, que la ópera ahora ofrezca unas aceptables garantías de calidad y el público gane seguridad en ello, pero pierden el romanticismo, la aventura, dos ingredientes que también merecen la pena el precio de una entrada. Aunque él conoció los dos lados del negocio y supo aprovecharlos a tope. Gozó en los tiempos de las troupes, cuando de la mano del director de orquesta Richard Bonynge y su esposa, Joan Sutherland, Pavarotti cantaba un día cualquier ópera de repertorio belcantista, bien un donizetti o un bellini, la noche siguiente entonaba un verdi y de regalo dejaba otro puccini. El caso era cobrar y marcharse con la música a otra parte, sin complejos. También conoció a fondo y se formó en un entorno de ópera mamada en familia, en el barrio de Módena, donde nació y compartió nodriza con otra grande, Mirella Freni.

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Maquillado, con traje de escena y en ataúd blanco

Pero supo también sacarle jugo al tinglado de la fama con inventos que le convirtieron en un icono pop. Se atrevió a romper esas barreras entre lo exclusivo y el acercamiento a nuevos públicos que representan un eterno debate en un mundo todavía demasiado cerrado. Ganó de lo lindo con Los Tres Tenores, junto a Domingo y Carreras, y nunca se negó a cantar un dúo con estrellas del rock ni a apuntarse a colaborar con su presencia para causas perdidas, sin importarle lo que al día siguiente le espetaban los puristas.

También fue probando fortuna con inventos y pamplinas discográficas que le proporcionaban dinero fácil, pero le traía al pairo que le obligaran a promocionarlas. Lo pude comprobar la única vez que lo entrevisté. Fue en su casa de Módena y se presentó con más de una hora de retraso. No es que hubiera atasco en el pasillo, es que había pasado la noche de timba con sus amigos de toda la vida y se levantó tarde. El jolgorio que había montado en su casa, con cámaras de televisión en una habitación, agentes de prensa y secretarios en otras estancias, y los sonajeros de su hija de apenas ocho meses entonces no fueron suficientes para alterar su sueño. Finalmente, apareció por la casa con el paso cansino, una camisa hawaiana, pantalón corto y sandalias, muy cómodo. Pidió un café y me invitó a pasar al salón, en el que presidía un póster de su equipo del alma, el Modena, encima de la chimenea. Se mostraba extrañamente fatigado, como ido. Tanto, que se durmió en mis propias narices, entre pregunta y pregunta. Mientras, yo, alucinado, le dejé echar un sueñecito de quince o veinte segundos antes de despertarle. Dije: "¡Maestro, maestro!"; se despertó y me pidió que le perdonara, que acababa de morir su padre y que estaba muy triste. A la llamada también respondió su agente de prensa, que entró al salón un tanto alarmada y le aconsejó dejar esas hierbas que estaba tomando.

Pero Pavarotti decidió seguir. "Usted pregunte", me dijo a mí. "Y tú, si ves que me duermo, me pellizcas en la pierna", le indicó a ella. Poco tiempo después le conté la anécdota de nuestra conversación a Antonio Cellentano, el chófer que se ocupaba de Pavarotti cuando el cantante viajaba a Nápoles. "¿Qué había desayunado?", me preguntó el conductor. "Un café solo", respondí. Entonces, Cellentano, que le conocía bien, me dio la clave de su falta de energía: "Es que Pavarotti no es persona hasta que se toma tres capuchinos y 8 cruasanes".

Finalmente, de aquella entrevista pudimos sacar algo en claro. Poca cosa, aparte de monosílabos y respuestas correctas y un tanto forzadas. Pero fue suficiente como para que señalara con el dedo a quien cree que tiene en sus manos el destino de los tenores de raza. "Juan Diego Flórez", aseguró.

Le había oído cantar en su casa hacía poco. Por aquella época, el joven tenor peruano, con el timbre de voz y las habilidades técnicas más asombrosas de las nuevas generaciones, era reacio a cantar nada que no estuviera en su repertorio, el puro belcantismo: Rossini, Bellini y Donizetti. Pavarotti aventuró con la voz de la experiencia: "Lo acabará haciendo, acabará cantando a Verdi, a Puccini, el gran repertorio". En 2008, Flórez interpretará al duque de Mantua, el cínico vividor de la ópera Rigoletto, en el Real. Estoy seguro de que a él le hubiese gustado escucharlo. Como quien asiste al verdadero relevo de una vieja estirpe inmortal.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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