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Usos veraniegos de los españoles

Almudena Grandes

La playa es inmensa, pero los domingos no lo parece tanto. Si se desemboca en ella por cualquiera de los accesos a los que, a su vez, se puede acceder en coche, la selva de sombrillas de colores apenas deja ver el mar. ¡Cómo ha encogido esta playa!, piensan los chicos de las camisetas blancas y los pantalones azules, mientras arrastran por la arena las cajas y las bolsas, el toldo y las mesas portátiles que necesitan para trabajar. Será por la marea, dice el más avispado, pero no. Esta mañana, el agua está en su justo medio, un nivel casi tan distante de la última pleamar como de la próxima bajamar. Y entonces, al llegar a la orilla, descubren los verdaderos orígenes del fenómeno. A su izquierda, en una grandísima extensión de arena dorada, apenas se cuentan veinte toallas, y a su derecha, el panorama es parecido. Es cierto que, más allá, en lontananza, se divisan a ambos lados otras infecciones tropicales de sombrillas de colores, que coinciden, naturalmente, con respectivos accesos, a los que, a su vez, se puede acceder en coche. ¿Así de vaga es la gente? Pues sí, así es de vaga.

El océano es inmenso, y eso es indiscutible hasta los domingos. Mientras los chicos de las camisetas blancas y los pantalones azules empiezan a montar su tenderete en una de las fronteras de la aglomeración, se dan cuenta de que apenas se distingue movimiento dentro del agua. En primera fila están los niños, sí, todo un festón de cuerpecitos rebozados en una difícil combinación de arena y crema protectora, las cabezas empapadas y las bocas abiertas en una risa perpetua que las olas sacuden una y otra vez, trocando a cada rato en llanto, cuando se llevan sin avisar el molde rojo del elefantito o la pala amarilla que hace juego con el cubo. Algunos padres, algunas madres, vigilan de pie, al borde del agua; otros, ni eso, y nadar, ninguno. La playa está llena, pero el mar está vacío. Unas pocas parejas se besan en la zona donde hacen pie, y a su altura se ven ciertas tertulias de bañistas que no se arriesgan por encima de la cintura, pero en general la población se achicharra en seco o se mete debajo de la sombrilla, y da la impresión de que la mayoría vuelve a su casa tal y como ha salido, sin hacer más ejercicio que el imprescindible para coger y dejar el periódico o refrescar regularmente la copita de manzanilla que tienen en una mano, mientras aguantan con la otra una bolsa de patatas fritas.

Los seres humanos somos un prodigio que raya en lo increíble, y eso se percibe sobre todo los domingos. Los chicos de las camisetas blancas y los pantalones azules tardan más de media hora en montar su puesto con los paneles que les han dado en la Delegación de Turismo, y al terminar se dan cuenta de que el resultado no se puede comparar con ninguno de los palacios portátiles que les rodean. Los domingueros levantan cada semana toda una serie de arquitecturas efímeras de postes de acero y telas de lona, en las que cabe de todo. Porque la gente tiene de todo, y parece que va a la playa a enseñarlo. Desde auténticas neveras hasta verdaderas televisiones, y nada de platos de usar y tirar, vajilla de la buena, y copas, y cubiertos, menús elaborados y todos los chismes electrónicos inventados o por inventar, con tal de que tengan dos auriculares que colgarse de las orejas. Internet, radio, MP3, PDA, infrarrojos, ordenadores que caben en un bolsillo y hasta fundas especiales para meter una cámara digital en el agua y hacer fotos sin miedo a las salpicaduras. ¿Y qué vamos a hacer con esto?, piensan los chicos, mientras miran las mochillas, los blocs, las bolsas de tela, los lápices de colores, los abanicos, las gorras y las camisetas que han traído. ¿Quién va a querer esto?, se preguntan, mientras comparan su oferta con el sofisticado hipermercado de la electrónica que les rodea. La respuesta es obvia: nadie, y sin embargo, no tarda en llegar el primer niño.

¿Cuánto cuestan las gorras?, pregunta. Nada, le dice una chica, no las cobramos. ¿Las regaláis?, pregunta el crío, una chispa de entusiasmo feroz en los ojos. Sí, es una promoción del Ayuntamiento y... ¡Eh!, grita el niño, ¡mamá, ven, corre, que esto es gratis! Y entonces, en un instante, la playa se pone boca abajo. Los que no se habían levantado, dan un salto; los que no andaban, corren; los que no nadaban, bucean, y los que llevan colgado del cuello el milagro tecnológico del primer lustro del siglo XXI, se matan entre ellos por pillar un bolígrafo de plástico. Los chicos de las camisetas blancas y los pantalones azules no dan crédito, pero en veinte minutos se lo han quitado todo de las manos. ¿Y así es la gente? Pues... Parece que sí, al menos por aquí.

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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