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Reportaje:

Regreso a Sudán

Después de 22 años de una guerra infernal que causó dos millones de muertos y cinco millones de desplazados, miles de refugiados empiezan a volver a lo que fue su hogar en Sudán del Sur, con la ilusión de montar un nuevo país. Pero la precaria paz firmada en 2005 y el estado deplorable de un país arrasado frenan la vuelta masiva. Ésta es la crónica del duro regreso a casa.

Foni Simaya buscaba su casa y se encontró un país. Siendo una niña, había huido de la terrible guerra de Sudán y obtuvo abrigo en los vastos campos de refugiados instalados en el norte de Uganda. Sobrevivió cultivando un pedazo de tierra y aprendiendo a esperar. Los días se alargaban, el tiempo se expandía, y la vida se iba escurriendo entre bisbiseos anodinos. Hasta que, por fin, las armas callaron. Dieciséis años después de escapar con lo puesto de las bombas, Foni vuelve a casa, con dos hijos y el recuerdo de un marido que se largó. Su hogar es ahora Sudán del Sur, un nuevo país en construcción que aspira a ser totalmente independiente en 2011. Pero donde estaba su choza, ahora sólo hay maleza, ruinas y quizá minas a punto de estallar.

El terror a la guerrilla no es el único freno. En los campos de refugiados se vive probablemente mejor que en Sudán del Sur

"Hemos vuelto porque ésta es nuestra tierra; aquí nací y aquí quiero vivir, han pasado demasiados años", explica Foni, de 23 años, parca en palabras, pero sonriente. En Europa, con su belleza arrebatadora, podría ser modelo. Pero en Sudán del Sur se dará con un canto en los dientes si logra cada día algo para alimentar a sus hijos, Jackeline, una niña de cinco años, y Justin, de cuatro meses. Los tres se instalarán en Jalimo, pequeño poblado oculto entre acacias, aislado del mundo por caminitos imposibles. Aquí nació Foni, y aquí llegan por vez primera Jackeline y Justin.

Unos cuantos chicos colgados de un árbol observan con mirada curiosa cómo bajan del camión de Acnur, la agencia de Naciones Unidas para los refugiados. Foni, Jackeline y Justin se abren paso entre otros refugiados que tendrán todavía que esperar antes de reencontrarse con el pequeño mundo del que huyeron. Apartan las cabras que se agolpan junto a sillas, mesas y otros objetos que transporta el camión. Y finalmente pisan esa tierra ahora extraña que sin embargo es la suya. A un lado, una iglesia que en vez de altar tiene un pajar. Al otro, un huerto con cacahuetes y patatas. Al fondo, unas chabolitas de adobe, techo de paja y no más de seis metros. Poco más hay en Jalum. Antes era un rincón olvidado de Sudán. Ahora es un rincón olvidado de Sudán del Sur.

El mundo está hoy pendiente de las atrocidades en Darfur, al oeste de Sudán. Pero durante años, incluso décadas, la gran guerra en el país enfrentó al Norte, árabe y musulmán, contra el Sur, negro y de mayoría cristiana. Fue una de las guerras más largas y devastadoras de África. Entre 1983 y 2005 hubo dos millones de muertos y cinco millones de refugiados y desplazados. El conflicto fue tan encarnizado que nadie logró imponerse del todo, y en 2005 se firmó la paz, más por agotamiento que por convicción. Es una paz tan precaria que parece un mero respiro para tomar impulso: el Sur se prepara para proclamar su independencia en 2011, y el Norte hace acopio de fuerzas para impedirlo. Pero al menos hay una apariencia de paz. Una buena noticia en África, aunque sea provisional. Y los refugiados, como Foni, han empezado a volver aun sin saber si la calma es un espejismo o una realidad.

Dhomo Iames Bejarim es de los que no acaban de estar seguros de si la buena noticia no esconde en realidad un embeleco. "Un día me decidí y fui a ver la situación con mis propios ojos, a ver cómo estaban mis tierras", explica. Tiene 40 años, siete hijos, ojos abotargados y acumula escepticismo. Lleva 12 años en el campo de refugiados de Moyo, en Uganda, a 10 kilómetros escasos del país del que huyó. "Todo estaba más o menos normal, aunque, obviamente, mi casa ya no existe", explica con parsimonia en el campo de Moyo. "Aún me da miedo volver; no estoy seguro del todo de que no vuelva a haber guerra", explica, precavido, antes de subrayar que, si acaso, se irá él primero, y luego, quizá, sólo quizá, le seguirá el resto de la familia.

Hoy es fiesta en el campo de refugiados de Moyo, todo un acontecimiento en un lugar donde al tedio del lunes le sucederá el tedio del martes hasta encadenar semanas, meses, años, incluso décadas. Pero hoy es fiesta, y al polvoriento poblado donde viven unas 3.000 personas han llegado autoridades políticas, responsables de Acnur, refugiados de otros campos igual de míseros.

Los niños han preparado poesías; las mujeres, bailes acholis, en los que las caderas se mueven con una sensualidad que pondría enfermos a los jerifaltes islamistas de Jartum; los políticos leen largos discursos. Hace un calor infernal y sólo en el palco de las autoridades llegan las coca-colas calientes. Los micrófonos son inaudibles. Pero nada de esto importa a los centenares de refugiados apiñados para ver el espectáculo. Nadie se mueve, y durante siete horas permanecen de pie, niños y ancianos, riéndose y disfrutando de esta ruptura temporal de la implacable rutina.

"Nadie está obligado a regresar, todos podréis hacerlo cuando lo consideréis oportuno", explica Montse Feixas en un discurso tan aplaudido como los precedentes. Montse, gerundense que ha recorrido medio mundo con Acnur, vive ahora en Kampala, la capital ugandesa, y dirige el complejo proceso de retorno de los refugiados sudaneses asentados en el norte de Uganda. Hay 160.000, y pese a que han transcurrido dos años desde la firma de paz, sólo han vuelto, por ahora, 11.000.

"Muchos de los refugiados en Uganda son de la provincia sudanesa de Ecuatoria del Este, y allí las condiciones de seguridad no eran buenas, pero ahora han mejorado y esperamos que se acelere el retorno", explica Montse, una mujer optimista capaz de encontrar un puntito de esperanza donde los demás sólo ven horror. Los más jóvenes, nacidos ya en el exilio y que no conocieron la guerra, son los más impacientes: "¡Sudán ya no está en guerra! ¿Por qué no nos repatrían ya?", riman con gracia un grupo de jóvenes raperos del campo ante un público entregado.

La prevención ante esta provincia sudanesa tiene una explicación que se resume en tres letras: LRA. Son las siglas en inglés del Ejército de Resistencia del Señor, una estrafalaria y sanguinaria guerrilla-secta cristiana que pone los pelos de punta a los refugiados. Durante 20 años han vagado por el norte de Uganda cometiendo atrocidades espeluznantes -muertes, amputaciones de nariz y manos, abducción de niños para convertirlos en soldados y robo de niñas para transformarlas en esclavas sexuales-, pero ahora, enfrascados ellos mismos en conversaciones de paz con Kampala, campan por los andurriales de Kapoita, la capital de Ecuatoria del Este.

El merodeo del LRA por Sudán del Sur justamente ahora no parece casual: la guerrilla-secta ha sido alimentada por Jartum, que en su guerra con el Sur quiso cortar la ayuda militar que llegaba a los rebeldes a través del norte de Uganda. Ahora, el LRA puede prestar aún un último servicio a su patrocinador islamista: cuanto más inestabilidad haya en Sudán del Sur, menos refugiados regresarán a tiempo para inscribirse en el censo y votar en el referéndum de autodeterminación de 2011.

Alí Juma Anjelo, de 36 años, es de los que no volverán hasta que no quede ni rastro del LRA. Vive en el campo de Adjumani, el mismo que albergó a Foni y sus niñas, y muchas veces sintió el aliento putrefacto del LRA demasiado cerca. "Vivíamos con miedo a que aparecieran en cualquier momento. A veces llegaban refugiados de otros campos que habían sido asaltados por el LRA, y yo vi alguna vez a algún guerrillero. Eran niños, pero cargados de armas; teníamos mucho miedo".

El temor al LRA y a la guerra no es el único motivo que frena el regreso. Por paradójico que parezca, en los campos de refugiados se vive probablemente mejor que en un nuevo país como Sudán del Sur, que cuenta con ingentes reservas de petróleo y la protección de Estados Unidos, pero donde todo está arrasado tras 20 años de guerra, y los nubarrones del horizonte recuerdan que los rayos y truenos pueden volver. Después de tantos años, los asentamientos que un día se improvisaron en Uganda tienen hoy más de lo que se encuentra en una aldea cualquiera de África. Hay pozos de agua, servicio médico, escuela, tierras para cultivar. Nada de todo esto hay aún al otro lado de la frontera, por mucho que el nuevo país que aspira a la independencia tenga nueva bandera, himno, escudo, Ejército -los antiguos guerrilleros del Ejército de Liberación de Sudán (SLA, en inglés) son ahora los soldados-, poderosos aliados internacionales y políticos locales al frente de la nueva Administración.

El nuevo Gobierno de Sudán del Sur tiene ya un presupuesto considerable y participa de los beneficios del petróleo, pero la gente no lo nota. Las carreteras no merecen este nombre: los baches las han convertido en montañas rusas. El Gobierno sólo aparece para mostrar la bandera, no para dar servicios. Entre los que esperan a Foni y a los refugiados que van llegando a la frontera de Sudán está Sokiri Henry, un educado ex guerrillero del SLA, hoy disciplinado funcionario de la nueva Administración. Habla buen inglés y, antes de salmodiar sobre las virtudes del nuevo país, mira de frente a la realidad: "Lamentablemente, el dinero no acaba de llegar a la gente, que tenía grandes expectativas y empieza a preguntarse qué pasa", explica. ¿Y qué pasa? ¿Corrupción? Sokiri encoge los hombros y sonríe: "No puede descartarse; esto es África".

La 'dimisión' del Gobierno ha dejado a la gente en manos de las ONG y de los misioneros cristianos. Su trabajo es abnegado, pero los resultados no siempre son positivos. Juba, la capital de Sudán del Sur, se ha convertido en un lugar carísimo. La ciudad, a orillas del Nilo, es un descampado tomado por los mosquitos y las ONG, sobre todo estadounidenses. Una noche de hotel que en realidad es una tienda de campaña cuesta 100 dólares. Y como las ONG pueden pagar, los precios se han vuelto prohibitivos para los lugareños.

Bullen Kenyi Yatta, director del semanario The Juba Post, calcula que los precios de las destartaladas viviendas se han multiplicado por cinco en dos años. "El salario medio es de 350 dólares mensuales, y alquilar una vivienda cuesta ahora 1.000 dólares", explica. "Sin duda, las ONG vienen con buenas intenciones, pero muchas llegan con grandes todoterreno y no vemos resultados; en algunos casos, incluso son contraproducentes", se lamenta.

Los misioneros cristianos llevan mucho más tiempo sobre el terreno. Se quedaron incluso en los peores momentos de la guerra. Y la educación, en la práctica, está en sus manos. Es muy probable que los hijos de Foni estudien gracias a ellos. Pero muchos son cristianos militantes que alimentan el ardor guerrero contra el norte musulmán con la vista puesta en el referéndum de 2011. En la magnífica escuela -para los estándares locales- que los combonianos tienen en Kajo Keji, los alumnos temen a los árabes y la mayoría proclama su disposición a retomar las armas si es preciso. "Quiero la independencia y estoy dispuesto a luchar para defenderla; los árabes no tienen nada en común con nosotros", subraya Michael Kuany Bol, de 20 años y estudiante de secundaria.

-¿Qué te gustaría ser cuando acabes los estudios?

-Monje -contesta, ante la complacencia de la religiosa italiana que dirige el centro.

Poco antes, Michael había reforzado sus convicciones en la alegre misa del padre Jimmy Milla, animada con cantos y mucha percusión. "Nuestra gente quiere la independencia; esperamos que el proceso sea pacífico, pero de lo contrario la gente volverá a luchar", recalca tras la prédica.

Entre el campo de refugiados de Adjumani, en Uganda, y Jalimo, junto a Kajo Keji, hay unos 40 kilómetros. Pero el trayecto de repatriación dura tres días. Las carreteras son infernales. y los trámites, comprobaciones y recomprobaciones, inacabables. Cuando Foni y sus hijos cruzan al fin la frontera para volver a casa, diluvia. "¡Es una bendición! ¡Señal de buena suerte!", grita alguien. La sequía es temida porque lleva a hambre, miseria y guerras, con lo que toda lluvia, incluso excesiva, es vista como una buena señal. Foni sonríe. Pero sabe que necesitará mucho más que buenas señales para poder cantar victoria en su soñado regreso a casa.

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