Haggis y Loach abren las trincheras
Ambos cineastas conmueven al público con sus reflexiones estremecedoras sobre la guerra y la miseria
Cada ser humano es único, irrepetible. Pero la humanidad, en su conjunto, forma una materia prima inagotable y barata: carne para la guerra, músculo para el trabajo, una montaña de vida hecha para consumir y ser consumida. Dos películas tremendas sobre las miserias de la sociedad y la política retorcieron ayer las entrañas del público de la Mostra, y establecieron el nivel máximo alcanzado hasta ahora por el certamen veneciano. Paul Haggis, con una obra maravillosa sobre la guerra de Irak, y Ken Loach, con una obra sobre inmigración y trabajo precario, recibieron grandes ovaciones.
'It's a free world' abre la caja torácica de las empresas de empleo temporal
La tragedia en 'In the valley of Elah' está en el corazón devastado de los soldados
Haggis, muy celebrado por la truculenta Crash, no exhibe el horror de la guerra. Se limita a inyectarlo en el espectador, que sale del cine como quien emerge de una trinchera. In the valley of Elah, en referencia al valle cananeo donde se enfrentaron David y Goliat, contiene sólo un puñado de fotogramas bélicos, confusos e insignificantes. No hay higadillos, ni sangre, ni montones de cadáveres. La tragedia está en otra parte, oculta en el corazón devastado de los soldados. Uno de ellos, un muchacho corriente, desaparece durante un permiso. Su padre, un oficial retirado de la policía militar, decide buscarle, suponiendo que no estará muy lejos de Fort Bragg, su base en Estados Unidos. La búsqueda conduce al fondo del infierno.
Tommy Lee Jones, intérprete del padre, pertenece a la escuela totémica: no actúa, emana; no recita, habla. Hace un trabajo asombroso. Igual que Susan Sarandon, la madre del soldado. Y que Charlize Theron, la policía que investiga la desaparición. In the valley of Elah contiene interpretaciones memorables, de las que se premian con un Oscar.
Lo mejor, pese a la exhibición de los actores, es el guión. Algún afluente del relato, como la vida privada de la policía, no parece imprescindible; sin esos fragmentos, sin embargo, el relato resultaría quizá excesivamente descarnado. Tal vez Haggis, director y guionista, podía haber sido más piadoso con el actual ejército estadounidense. La integridad del padre, soldado viejo, es la unidad de medida que realza la desintegración moral de los soldados jóvenes. Sobre esa contraposición flota una nubecilla de maniqueísmo, porque la guerra de Vietnam no fue más elegante que la de Irak. Pero Irak es el objetivo de Haggis, y la contención formal de la película (el rostro de Tommy Lee Jones, sus hombros envejecidos, sus hábitos castrenses, su desesperanza silenciosa) hace tolerable la brutalidad de fondo.
In the valley of Elah es un thriller, un alegato contra la guerra, un retrato amargo de la humanidad depreciada, y un artefacto hipnótico. Cine puro, sin trampas formales. Muestra, además, la más hermosa bandera de Estados Unidos vista en mucho tiempo.
Paul Haggis se enfrenta al horror a través de un espejo. Ken Loach, como de costumbre, lo tumba en la sala de biopsias y clava el bisturí. El horror de Loach es, en esta ocasión, el nuevo esclavismo. La reducción de la persona a la condición de mercancía abundante. La transformación del mercado de trabajo en un mecanismo de víctimas y verdugos, en el que ambas condiciones son intercambiables: cuando un hombre no vale nada, nada vale nada y todo es posible; ésa es la lección de Auschwitz.
It's a free world (Un mundo libre), el último trabajo del cineasta británico, abre la caja torácica de las empresas de empleo temporal. Sólo cerrando los ojos ante ese espectáculo de tumores se puede pasar de largo. Loach es socialista y gozosamente demagogo, pero muestra la verdad: quien acepta la actual situación (la precariedad, la explotación, el chantaje permanente) necesita escudarse en la tesis de que la economía, como en otro tiempo el Estado, vale más que la humanidad. Y esa tesis conduce a conclusiones temibles.
Esa tesis, la del valor supremo del dinero, es la de todos. Es nuestro ahorro, nuestro futuro, nuestro trabajo, nuestra pensión, el bienestar de nuestros hijos. Cerramos los ojos, ignoramos los gritos de las víctimas (o acaso las compadecemos un momento), y confiamos en que el Moloch del mercado se cebe en cualquier otro.
Loach cuenta la historia de una joven madre inglesa con un currículum de empleos breves y mal pagados. El último, en una agencia de empleo temporal. Cuando la despiden de ella, crea su propia agencia. La gigantesca masa de los parias de la tierra, polacos, iraníes, ucranios, afganos, nigerianos, constituye su capital. ¿No les hace un favor, ofreciéndoles una oportunidad en la ubérrima Gran Bretaña del nuevo capitalismo? Se trata, como es obvio, de una historia sin final feliz. Sin final, en realidad.
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