Los límites de la sucesión
Sólo las grandes expectativas de cambio que genera un régimen totalitario de medio siglo explican la buena recepción internacional que ha tenido el discurso de Raúl Castro el pasado 26 de julio en Camagüey. Es tanta la necesidad de creer en el ambiguo eslogan de "algo se mueve en Cuba", tanto el deseo de ver el comienzo de un proceso de reformas, varias veces postergado en las dos últimas décadas, que cualquier indicio, aunque sea un mero desplazamiento en la retórica o el estilo de los gobernantes, puede ser leído como el punto de partida de una transición democrática en la isla.
Para Raúl Castro y el equipo sucesor se trata de una considerable ventaja: la comunidad internacional, sin excluir a Estados Unidos, espera por ellos, les ha dado un voto de confianza, aun cuando las reformas "estructurales" prometidas se limiten a la esfera económica. Si queremos imaginar el alcance de esta eventual transacción habría, entonces, que medir algo tan poco mensurable como la soberbia y el maquiavelismo del propio Raúl y sus más cercanos colaboradores.
Si la promesa de cambio "estructural" y entendimiento "bilateral" con la próxima Administración norteamericana hubiera provenido de Fidel, como tantas veces en el pasado, esperaríamos toda clase de ardides y maniobras destinados a la preservación de un régimen intacto. Pero esta vez quien envía señales es un gobernante interino, con una racionalidad más burocrática que carismática y obligado a afirmar su liderazgo, no por medio del hechizo de las masas sino con los resultados tangibles de una administración de los conflictos sociales y los recursos del Estado.
Antes de explorar la oferta de transacción, recapitulemos un poco. ¿Qué se ha movido en Cuba en el último año? En el orden estructural de la economía, la política y la cultura, nada. La sociedad cubana sigue estando gobernada por un partido único, que se autodenomina "marxista-leninista", la política económica del régimen continúa apostando por el control estatal y la vida pública de la isla permanece bajo la falta de transparencia y libertades a que la somete un Gobierno ideológico, que aspira al adoctrinamiento de una ciudadanía cautiva.
En la mejor tradición soviética, los sucesores cubanos, encabezados por Raúl Castro, han concentrado toda su imaginación en el terreno simbólico. Se han propuesto cambiar el estilo, no las instituciones, la forma, y no el fondo, de la política cubana, y lo han logrado con suma eficacia. El líder interino no viaja a Caracas, se conmueve en los funerales de su esposa, da discursos de una hora a las ocho de la mañana, no asiste a las mesas redondas televisivas, gobierna colegiada e institucionalmente y dedica su mayor atención a problemas prácticos como la productividad, la corrupción y la ineficiencia.
Los principales destinatarios de esa renovación cosmética son dos: la comunidad internacional, y la población inconforme. La primera ha respondido favorablemente al mensaje sucesor, como puede constatarse en zonas críticas de La Habana en los últimos años como Roma, Madrid o México, que han abandonado la presión diplomática e, incluso, el cuestionamiento público de la falta de democracia en la isla. La segunda, en cambio, ha reforzado su escepticismo: descree de la voluntad reformista de políticos que en el pasado reciente han abortado los mismos cambios que hoy anuncian. Esa población molesta, dentro de la que habría que incluir varios miles de opositores y los exiliados, ejerce hoy por hoy la mayor presión a favor del tránsito democrático.
A diferencia de Fidel, las principales amenazas al poder de Raúl provienen de adentro, no de afuera, donde ya goza de una inusitada reputación de político flexible y pragmático. Es decir, provienen de los cubanos que han deseado y desean el cambio, en la isla o en el exilio, y que tienen memoria de las tantas veces, en el pasado reciente, que esos cambios han sido postergados por el propio Raúl. Sin ir más lejos, habría que recordar el año 1996 y el papel desempeñado por el segundo secretario del partido y vicepresidente de los Consejos de Estado y de Ministros en la paralización de las reformas de principios de aquella década. Erróneamente, aquella contrarreforma se atribuye sólo a Fidel y se olvidan las intervenciones ortodoxas de Raúl en el V Pleno del Comité Central de aquel año y en el Congreso de 1997.
Para creerle a Raúl una voluntad de reforma, los cubanos que desean el cambio sólo cuentan con la evidencia del deterioro físico y mental de Fidel. Sin la presión del hermano mayor, piensan muchos, ese hipotético líder realista avanzaría en el corto plazo por la vía de una libera-lización económica, similar a la china o la vietnamita ¿Es esa reforma económica limitada, que a lo sumo concedería la pequeña empresa privada de servicios, suficiente para satisfacer a la población inconforme y para iniciar un proceso de normalización de las relaciones con Estados Unidos? A juzgar por el liderazgo de la oposición y el exilio, que es y será escuchado en Washington, aun si Hillary Clinton o Barack Obama ganan las elecciones de 2008, no.
El alcance de la transacción insinuada en el discurso del 26 de julio depende del significado que las élites sucesoras den a palabras como "cambios estructurales y de concepto" y "conversaciones para resolver el diferendo". Si las primeras no contemplan más que un afianzamiento del actual capitalismo de Estado y las segundas se limitan a demandar el levantamiento incondicional del embargo, difícilmente podrá llamársele cambio o reforma a lo que suceda en el corto plazo en Cuba. Como se verá el próximo año, el afán de excluir a la oposición y al exilio y, por tanto, de no contemplar la esfera política dentro de las reformas, se volverá contra el régimen, ya que esos actores se concentrarán en impedir un entendimiento con Washington.
Las expectativas de cambio creadas por la élite sucesora en Cuba poseen, por lo menos, dos límites sustanciales. El primero, de origen: surgen, no como consecuencia de un proceso de reorientación política de las instituciones sino por la coyuntura de la enfermedad de Fidel. El segundo, de alcance: aspiran a preservar el partido único y la ausencia de libertades públicas en la isla. Ambos límites permiten la interpretación contrafáctica de que si la salud de Fidel no se hubiera deteriorado, el régimen hubiera seguido funcionando de la misma manera, sin alteraciones, siquiera, en el estilo o la retórica. Lo cual pone en entredicho, ya no el alcance de la promesa, sino la conciencia de los problemas de Cuba que tantos analistas y académicos atribuyen a esas élites.
A falta de realidades, es preciso analizar las promesas de la sucesión cubana. Y a juzgar por los límites de la misma, resulta que medio siglo después del establecimiento de un régimen de partido único, control estatal de la economía y falta de derechos civiles elementales, como la libertad de asociación o de prensa, los gobernantes cubanos asumen que los únicos problemas de Cuba son sociales y económicos, no políticos. En la mentalidad de esas élites soberbias, que se consideran elegidas por la providencia revolucionaria para regir eternamente un país, la política se ha reducido, finalmente, a administración. La lentitud ideológica de la sucesión es consecuencia de un acelerado relevo dinástico del poder: en menos de una década los destinos de Cuba han pasado de las manos de un Castro a otro, del ideólogo al gerente, del estadista al administrador.
La naturaleza transitoria de la sucesión es evidente: ninguna ciudadanía, por muy amordazada que esté, tolera que una sola organización política la gobierne a perpetuidad ¿Cuánto puede durar este interregno? Unos años o una década, a lo sumo. Mientras dure, los sucesores vivirán bajo el cuestionamiento ineludible de la oposición y el exilio. En algún momento de los próximos años, la desaparición o el deterioro físico y mental de Fidel y Raúl impondrán una reconstrucción de la legitimidad del orden político en Cuba. Dicho orden no se basará ya en los derechos históricos del liderazgo de la Revolución sino en la satisfacción de demandas de representación política de la nueva sociedad insular y emigrada. En ese momento, la democracia será inevitable.
Rafael Rojas es historiador cubano, exiliado en México, y premio Anagrama de Ensayo por Tumbas sin sosiego.
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