No separarse nunca
La muchacha se diría la auriga femenina descendida del caballo en segundo plano, que en tierra besa y es besada con ardor. Sobre sus hombros descansan los brazos del muchacho, mientras que los suyos se confunden con una de las patas de alazán. A buen seguro que, antes del abrazo, esta noble pata ha sido el lugar del tanteo que ha concluido en fusión de los dos jóvenes. El beso los enlaza entre ellos y a ellos con la escultura de Pablo Gargallo (1881-1934). Los Aurigas olímpicos son felices. Han conseguido en este parque dar vida al acicate constante del escultor: no separarse de su gente. Nunca, nunca. La foto lo muestra, sin más realce. No se abrazan los adolescentes en otra parte del parque sino aquí, junto a Gargallo y sus figuras. Esa calidez perseguía el escultor.
No se abrazan los adolescentes en otra parte del parque, sino aquí, junto a los aurigas de Gargallo
Para muchos amantes del arte del siglo XX, y no digamos ya para los expertos académicos y de museos, Pablo Gargallo es sobre todo el escultor del vacío en cobre, chapa metálica y hierro, materiales que en su época parecían imposibles para un artista que quisiera dibujar con ellos el vacío. Son trabajos bellísimos. Estuvieron en la Pedrera este otoño. Imposible olvidar los retratos en hierro de Greta Garbo, uno con mechón, el otro con sombrero. Son logros sin paliativos, de enorme eficacia: con un solo pómulo de la Divina, sus labios perfectos y un punto desdeñosos y sus largas pestañas, Gargallo consigue revivirla. Un escultor cubista, se dijo, por su combinación del efecto de los trabajos artesanales del modernismo y del impacto no menos estimulante de los retos que Picasso lanzaba desde París, a donde también se fue él. Sí, Gargallo construye desde el vacío dibujado en el aire.
Pero a menudo se olvida que no dejó las formas clásicas, los cuerpos sólidos, como estos aurigas de 1929, que creó cinco años antes de su joven muerte, a los 53. También aquí, ¿no les parece?, dibuja el vacío en el aire. Esos brazos, las bridas invisibles, el movimiento entero de los cuerpos, del grupo al completo... No es extraño que los adolescentes se sientan transportados ni que los niños quieran montar los caballos cada tarde en Can Dragó. No separarse, no dejarse llevar por las formas que apartan a la gente. Rigor, medida, riesgo, alucine, sí. Pero siempre un lazo, un abrazo, un toque, a los orígenes, a lo visible reconocible. No en vano fue un noucentista convencido que atravesó los límites de su tiempo y lugar. Más osado que Barcelona, se largó a París, trabajó y experimentó hasta dominar los metales y hacerles decir un arte nuevo, pero sin dejar el eco de lo que había aprendido aquí, que el arte es para la comunidad. En sus últimos días de 1934, mientras Nueva York lo celebraba, a Gargallo le preocupaba si Barcelona amaría su vanguardismo.
Para él no había oposición, ni evolución, entre clasicismo y modernidad, sólo diálogo. No fue el único. El holandés Mondrian, austero en sus líneas y materiales, siguió pintando flores. El uruguayo-catalán Torres-García, el constructivista y señor de las geometrías modernas, prosiguió con sus figuras noucentistes. No nos separemos de ellos, no los reduzcamos a una sola forma.
Adelante, parece decir el auriga a la joven pareja, mientras su caballo mira no sin asombro tierno. Un cómic de bronce. Estos animales y jinetes fueron creados hace un montón de tiempo, para la exposición internacional de 1929 y el estadio olímpico que se erigió en Montjuïc, donde hoy radica una copia en poliéster. Cuando le llegó el encargo, Gargallo estaba con su máscara de Kiki de Montparnasse, la cabaretera parisina que dio audacia a los modernos, una maravilla metálica. D'ací i d'allà. Raíces y futuro.
Los aurigas preservan a la luz del día y de la noche el fuelle de su creador: vivir con su gente, junto al gusto popular centrado en el dibujo, las figuras reconocibles, el deseo de durar. Como su Garbo, como su Kiki. Como los jóvenes cuando empiezan a amar.
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