La introspección como espectáculo
Michelangelo Antonioni ha sido, junto con Federico Fellini, el gran gigante del cine posneorrealista italiano. Al declinar aquel ciclo de miserias y denuncias sociales en suburbios proletarios de la posguerra, Antonioni emergió como el gran cineasta de los sentimientos, de la introspección, del análisis psicológico de sus personajes, preferentemente burgueses. Y, como el maestro Ingmar Bergman, sintió predilección por bucear en el interior de sus personajes femeninos.
Se le llamó el cineasta de la incomunicación y puso de moda la palabra "alienación" entre los críticos de la época. Y aunque La aventura (1960) fue abucheada en Cannes, pronto emergió Antonioni como el Cesare Pavese del cine de la modernidad. Descubrió el espesor poético de la cotidianeidad al explorar sus tiempos muertos, como esos 10 minutos de vagabundeo sin rumbo de Jeanne Moreau por las calles de Milán en La noche (1961), que militaron contra la economía narrativa del cine de Hollywood. Convirtió a la narración cinematográfica en un equivalente del espesor novelesco, sin renunciar a su dimensión fotogénica, que permitió erigir a Monica Vitti en un icono de la estética moderna. Y, de paso, nos mostró con aguda lucidez la trastienda melancólica de la Italia del boom económico, de los ferraris y del diseño milanés.
Descubrió el espesor poético de la cotidianeidad al explorar sus tiempos muertos
Después de su famosa trilogía existencial -La aventura, La noche y El eclipse- se enfrentó al reto del cine en color con El desierto rojo (1964), que asimiló la estética de la pintura abstracta al servicio de su mundo figurativo sobre un fondo industrial. Profundizó esta línea pintando las paredes de calles londinenses en su Blow up (1966), una fábula inspirada en Julio Cortázar y protagonizada por un fotógrafo de modas, que nos ilustró acerca de los equívocos entre las apariencias ópticas y las realidades que esconden. Como buen cineasta de la modernidad, apostó por la contracultura hippy en su Zabriskie Point (1970) y experimentó con la imagen electrónica de alta definición en El misterio de Oberwald (1980). Pero el torbellino de la modernización nunca le hizo olvidar que los problemas psicológicos del hombre moderno eran los mismos que los de la época de Homero, como afirmó en una ocasión.
Un derrame cerebral interrumpió súbitamente la carrera de Antonioni en los años ochenta, pero desde su silla de ruedas fue capaz todavía de codirigir en 1995 con Wim Wenders un episodio de Más allá de las nubes y otro del filme colectivo Eros (2005). Aquí, en su mutilada senectud, quiso agarrarse desesperadamente al erotismo como fuente de vida. Pero el destino ha hecho que se fuera de este mundo al día siguiente que su colega sueco, con quien compartió su elección de los sentimientos humanos como materia prima de sus dramas cinematográficos.
Babelia
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