La caja de los deseos
El famoso cementerio judío de Praga, con sus tumbas oblicuas, en inestable equilibrio, desplazadas y apretadas unas contra otras entre los castaños de indias en el corazón del antiguo gueto, será sustituido por una copia en plexiglás. El Consistorio tomará esta medida drástica porque las incesantes oleadas de turistas estaban consiguiendo lo que no pudieron los siglos: destruirlo.
Cualquier día leeré esa noticia. Desaparece todo cuanto tocamos, somos la encarnación de la entropía o de ese desdichado rey Midas del cuento: todo lo echamos a perder, por allí donde pasamos con nuestras ropas cómodas de alegres colores y nuestro sombrero flácido estilo Woody Allen no vuelve a crecer la hierba. En ese cementerio, como es sabido, era costumbre buscar la tumba del rabino Loeb, un rabino antiguo y muy sabio, y meter papelitos doblados en los intersticios de la piedra, como en un buzón, como en el muro de las lamentaciones de Jerusalén y en otros sitios más o menos mágicos; en esos papelitos la gente había escrito algunas palabras, formulado un deseo, y el sabio rabino lo leía en su saloncito subterráneo, acariciándose las largas barbas, y si habías escrito con letra clara e inteligible, y tu deseo le parecía bien, lo cumplía, en persona o por mediación de su fiel golem Luisito. Ahora el sabio varón ha soplado las velas de su candelabro y emigrado con Luisito a otros confines más remotos. En vano la gente sigue dejando allí papelitos, sigue pidiendo salud, fortuna y amor. Ahora yo creo que esta clase de encargos de naturaleza tan íntima y delicada hay que confiarlos exclusivamente a Santa Rita, la patrona de los imposibles, que tiene tantos o más poderes que Loeb para operar sobre la tierra, y además cae más a mano, pues tiene asiento en un altar de la iglesia de Sant Agustí, en el barrio del Raval. Allí dentro, al pie de un retrato de santa Rita, rodeada de cirios votivos y jarros de flores fragantes, se alza la urna de cristal llena de los deseos de los barceloneses que todavía desean y confían.
Esa iglesia ha tenido la suerte de su propia mala suerte, la de haber sido incendiada y saqueada repetidamente, de tener la fachada por terminar y de que el Ayuntamiento derruyese el ala del edificio que daba a la calle de Arc de Sant Agustí, donde las monjas paulistas tenían un colegio, y todavía presenta a la vista las marcas y las huellas de la antigua construcción, como cicatrices en el lienzo de piedra, a cuyos pies los inmigrantes asiáticos despliegan un mercadillo de objetos de ocasión.
La plaza delante de la iglesia está presidida por un busto, obra de Pablo Gargallo, que representa a Iscle Soler, actor que obtuvo éxitos resonantes a principios del siglo XX como intérprete de las obras de Pitarra en el contiguo teatro Romea. Por los rincones de la plaza se esparcen algunos vagabundos en los grupos de sillas, apoyados contra las acacias y tumbados en la calzada como cachalotes varados y agónicos, los unos con los brazos estúpidamente tatuados, otros con la lata de cerveza o el tetrabrik de Don Simón, y otras con el carrito de la compra donde cargan sus pertenencias... Es gente descabalgada, que se cayó de la moto. Muchos llevan muletas o bastones. Bajo el palio de las acacias que mantiene la plaza agradablemente en sombra, se les ve muy a gusto. Alrededor del mediodía merodea también por la plaza gente muy necesitada que viene a recibir en esta parroquia las bolsas de comida de la benéfica asociación Mano Amiga. En lo alto de su pedestal, el actor Iscle Soler, con la boina bien calada y la cabeza hundida en el ancho pecho, contempla sus dominios salpicados de papeles y cartones con una especie de severidad impotente, como si a mitad de la representación se hubiera quedado en blanco y no supiera ya cómo seguía el chiste.
La iglesia se levantó a principios del siglo XVIII, "a la italiana moda", con cinco grandes arcadas de acceso al pórtico, con medias columnas de orden compuesto, y una cornisa griega sobre los arcos, dando paso a tres naves de cañón semicircular, de más de 50 metros de longitud, con cinco capillas a cada lado, que no conservan piezas de mérito. Las grandes dimensiones del templo y del convento de los agustinos hicieron el lugar muy a propósito para acuartelamiento de tropas francesas durante la invasión napoleónica, y los soldados, al retirarse, se llevaron de recuerdo cuanto encontraron que fuese de algún valor. Luego la iglesia fue incendiada dos veces. La primera, el 25 de julio de 1835, en el marco de las quemas generalizadas de conventos; sobre los hechos en Sant Agustí y la cruel muerte de algún fraile tiroteado en la alberca hay una crónica muy dramática de Víctor Balaguer en Los frailes y sus conventos. Sobre la segunda, en los primeros compases de la Guerra Civil del año 1936, se habla en las Memorias del ecónomo de la iglesia, Joan Palà, que se conservan en el archivo del templo.
Más lágrimas se derraman por las plegarias atendidas que por las no escuchadas, dijo santa Teresa; y Jenny Holzer, en la que ha sido hasta ahora su intervención artística más afortunada, pedía desde un cartel electrónico colgado de un rascacielos en Times Square: "Protect me from what I want", protégeme de lo que quiero. Por eso somos más los que no metemos en la ranura de esa urna de cristal ningún papelito escrito con laboriosa caligrafía, contándole a la santa nuestros pensamientos y deseos. Pero no podemos negar el atractivo, el hechizo profundamente humano de esa caja transparente, llena de palabras de dolor y de esperanza.
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