Los valiosos ocultos
Si uno ve la televisión u oye la radio o lee la prensa, si atiende a los políticos, a muchos intelectuales y artistas, no digamos a los obispos (sobre todo si es a su portavoz siempre enmarañado y chulesco, Martínez Camino), acaba por tener la sensación de vivir en un país envilecido y lamentable, lleno de aprovechados, de cínicos, de imbéciles y de fatuos. Cuanto tiene una dimensión pública -y descuiden, que sin la menor reserva me incluyo- produce una impresión negativa, cómo decir, de permanentes exasperación y rebajamiento, de griterío generalizado, de empujones y codazos, de desfachatez, mezquindad, tontuna, mentira y codicia, todo mezclado. Uno oye a los tertulianos de una radio y a los pocos minutos la apaga entre hastiado y avergonzado, tal suele ser la sarta de disparates y venenosidades que escucha, casi todos pronunciados con el mayor engreimiento. Enciende la televisión y se encuentra, en demasiadas ocasiones, con gente chillona haciendo el memo o soltando zafiedades, ya sean presentadores o concursantes, agilipollado público que bailotea o bate palmas como niños (niños idiotas) o participantes en "debates", con frecuencia gente que no tiene idea de nada y, lo que es peor, que no se ha parado ni un minuto a pensarlo. E incluso echa un vistazo a unos "informativos" y se topa con el añoso locutor megalómano no dando noticias, sino hablando de sí mismo y de sus pésimos gustos. Abre uno los periódicos o las revistas y no es nada raro que lea bobadas sin cuento, opiniones no meditadas y declaraciones rimbombantes y huecas. Presta atención a los políticos y de la mayoría sólo brotan evidentes falacias y autopropaganda, casi nunca una idea interesante o el reconocimiento de un error o una culpa, y todos tendrían una lista larga. Y si uno se asoma a Internet, el trapicheo de memeces ocupa el 90%.
Si uno ve España, o aun el mundo, a través de lo público, se convence de vivir en una época de decadencia absoluta. No es ya que no se premie la inteligencia ni la discreción ni la educación ni la reflexión, la argumentación ni el saber ni la prudencia, sino que todo eso parece molestar y aburrir y tan sólo se aplaude el histrionismo, la grosería, el dislate, la ignorancia, la maledicencia y la mamarrachada. Uno diría que este es un país definitivamente echado a perder, si es que no el mundo. (Hace unas semanas tuvimos ocasión de ver una buena muestra de la sandez planetaria: no hubo medio de comunicación que no dedicara un gran despliegue al breve paso por prisión de Paris Hilton, una joven rica, tonta y fea que ha logrado convertirse en una de las personas más famosas del globo? por ser rematadamente rica, tonta y fea y prestarse a bastantes chistes.)
Y sin embargo la vida real, o personal, o privada, no tiene mucho que ver con todo eso, por lo menos la mía y las de quienes tengo cerca. Bien es verdad que en ella uno ve también hordas de descerebrados reales que, sobre todo en estas fechas, apenas saben articular más de una palabra, y ésta suele ser "¡Fiehta, fiehta!", independientemente de su edad, condición y sexo. Pero también estoy harto de conocer a personas valiosas que jamás hablan de nada de lo que nos inocula o cuela sin cesar lo público, sino de sus intereses o problemas particulares. Gente sosegada, bienhumorada, culta, educada, inteligente y prudente, atenta a su propia vida, afanosa por saber más, con buena voluntad y curiosidad infinita. Y no son sólo amigos de siempre, sino personas nuevas que me escriben o con las que me encuentro, a las que acabo de conocer y que me producen una impresión excelente, aunque el trato sea breve. Y también estoy harto de descubrir a jóvenes -en esta época en la que tantos parecen cafres; bueno, como en todas- que tienen todas las trazas de ir a convertirse en ciudadanos valiosos y responsables, deseosos de hacer bien lo que les toque en suerte (no siempre van a poder elegir, bien lo saben), indiferentes a la notoriedad y la fama, sobre todo si son mal ganadas. ¿Dónde están, me pregunto al poner la televisión o la radio o abrir los diarios? ¿Por qué aquí nunca aparecen, o muy raramente? Es tan abrumadora la vociferación de lo público, y tanta su capacidad de incitación a la mímesis en los más cortos de luces, que a veces no parece existir más realidad que la que los medios muestran, cuando la suya es por fuerza una visión sesgada, incompletísima. Esas personas valiosas son precisamente las que, por su discreción y sentido del ridículo, no se presentarían nunca a un concurso o a un reality show, ni acudirían a un programa de despellejamiento, ni dirigirían unos "informativos" a mayor gloria suya (el pudor se lo impediría), ni seguramente escribirían arbitrariedades en prensa como las que yo mismo escribo (y otros muchos, no crean). ¿O bien es que, en cuanto accedieran a estos medios, o a la política, o al obispado, se contagiarían de nuestra vileza? Imposible saberlo, y hay que dar gracias por ello. Porque mientras exista esa gente discreta, con sus intereses veraces, a gusto en su anonimato, con su atención centrada eminentemente en su vida particular y en su trabajo, sin más ambición que la de su propio mejoramiento, este país y este mundo no estarán aún condenados.
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