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Reportaje:

Líbano en caída libre

Qué harta estoy de tener que escribir sobre Líbano. Sobre la violencia en Líbano. Sobre sus señores de la guerra reciclados en políticos, ya estén en el poder o en la oposición, o sobre sus magnates convertidos en salvapatrias mimados por Occidente. Qué harta estoy de escribir sobre el tumor de sus refugiados palestinos, sobre sus chiíes, suníes y cristianos, esos que componen las diecisiete sectas que se reparten el Parlamento por comunidades desde que, en 1990, terminó la guerra de los quince años y se firmaron los acuerdos de Taif, que perpetuaron el sectarismo; acuerdos de los que también estoy muy harta. Qué harta estoy de las componendas de antisirios y de prosirios, de antiiraníes y de proiraníes, de antiamericanos y de proamericanos. Qué harta estoy de las resoluciones de la ONU tomadas en los dos últimos años a toda prisa en un Consejo de Seguridad enseñoreado por los mismos Estados Unidos que vetan toda resolución justa pero perjudicial para Israel. Qué harta estoy del baile de autoridades internacionales que se pasean por Beirut para hacerse la foto y asegurar su influencia, su pie dentro de lo que aquí va a suceder. Mientras, los libaneses de a pie van perdiendo su alma, van perdiendo su sombra.

"La última guerra hizo retroceder veinte años este país y puso al descubierto su fragilidad"
"La figura de Hariri aparece en escena como salvadora, el gran sueño libanés se reencarna en él"
"Pónganle la música de 'El Padrino' como fondo y tendrán la película del país completa"
"Líbano es un hervidero de pústulas históricas como los campos de refugiados palestinos"
"Un 60% de libaneses de edades comprendidas entre los 15 y 25 años quiere emigrar del país"

Y ustedes, no me cabe duda, también deben de estar hartos. ¿Qué pone Líbano sobre la mesa? ¿Cuántos muertos, cuántas cargas explosivas? Sí, es cierto, sus estallidos poseen todavía el viejo glamour de sus antiguas guerras. O el horror añadido del nuevo ingrediente desestabilizador terrorista ("Demasiadas manos en la cocina, todo va a peor", sentencia un amigo druso), que igual se mimetiza con los refugiados palestinos que se lanza a asesinar a nuestros soldados de la FINUR en las tierras del Sur. Las pataletas sangrientas que, intermitentemente y cada vez con mayor frecuencia, se producen en este país, llevándose por delante a decenas de personas -algunas de mucho lustre: ex primeros ministros, ministros en activo, periodistas, diputados-, todavía nos sorprenden, aún nos excitan. Reporteros de todo el mundo llegan aquí, exultantes (o escépticos: los mejores). Narran lo que pueden desde el lugar de los hechos y, cuando éstos se disuelven sin dejar ni el poso del café, o se enquistan hasta perder interés -Líbano es un hervidero de pústulas históricas: como los campos de refugiados palestinos, cuya costra se resquebraja en cualquier momento, liberando mares de pus y sangre-, todavía esperan que ocurra algo más que justifique los gastos del viaje y que les dé un momento de gloria; es decir, que se produzcan hechos palpables que se puedan filmar, fotografiar, describir. Entretanto, intentan comprender y analizar. Entrevistan a los mismos de siempre, que repiten los discursos de siempre. Si tienen suerte, boooom. Si no, el rellano ágrafo -reacio a la descripción, cambiante, sinuoso- de la escalera en descenso sin parada definitiva les expulsa. La quietud, también indescriptible: hasta la próxima convulsión.

Líbano ocupa el puesto 28º en la lista de países fracasados elaborada por analistas de la organización sin fines lucrativos Fund for Peace y publicada en la revista Foreing Policy. En un elenco que va del 1 al 177, puede decirse que Líbano no queda mal, si nos estamos refiriendo a contar con un presente desastroso y un futuro patético. Pero no tanto como Sudán y otras naciones subsaharianas, seamos claros. ¿Merece este país tanta atención? ¿Con lo que está ocurriendo entre palestinos, en África, en Asia Central?

Y sin embargo...

Existe, para empezar, un asunto de identificación. En lo que respecta a España, a Líbano le ocurre lo que a Chile bajo la dictadura: se parecían mucho a nosotros. Líbano es el Mediterráneo. Aquí nos sentimos como en nuestra casa. Nos acogen como si fuéramos suyos. Comemos los mismos salmonetes, las mismas sardinas; tomamos el mismo sol, nos tendemos en las mismas rocas. Nuestra costa levantina y la suya se miran en sus espejos. Nosotros fuimos árabes y también fenicios.

Jesús Santos, el cónsul español, replicó así a la pregunta de esta periodista sobre cómo valoraba el año transcurrido: "Lo más triste es que me tengo que ir". Le han destinado a Tokio y la mitad de él se queda aquí.

Si medimos la tragedia de un pueblo por la altura que alcanzaron sus sueños, y deberíamos hacerlo porque nuestros sueños nos definen -cuando deforman la realidad fabrican un mundo paralelo que acaba devorando lo real: entonces se llaman delirios-, Líbano merece presidir el escalafón de las caídas. En descenso libre se encuentra, precisamente, ahora. La guerra del último verano hizo retroceder veinte años este país -que ya había retrocedido mucho, como resultado de la guerra incivil librada entre 1975 y 1990- y puso al descubierto su fragilidad. Según la comisión de investigación creada por Naciones Unidas en relación con el respeto a los derechos humanos en el conflicto que tuvo lugar en Líbano desde el 12 de julio hasta el 14 de agosto de 2006, el resultado fue el siguiente: 1.147 muertos (mayoría de civiles, mujeres y niños) y 4.409 heridos (lo mismo); 735.000 personas se vieron obligadas a buscar refugio dentro de Líbano, 230.000 tuvieron que hacerlo en el extranjero; Israel realizó 30 ataques directos contra posiciones de la ONU, y el mayor daño se infligió, por parte de las Fuerzas Armadas israelíes, a las estructuras civiles, incluidas aquellas más necesarias. Fueron inutilizados 32 puntos vitales (centrales eléctricas, depósitos de petróleo, fábricas de leche infantil, etcétera), se destruyeron o inutilizaron 109 puentes y 137 carreteras, y se consiguió, gracias a esto, detener o entorpecer gravemente la ayuda humanitaria.

Fríos datos. Les facilito más. Un año después de la guerra, la agricultura, de la que vive gran parte de los libaneses, sigue necesitando desesperadamente una ayuda oficial que no llega. Los presupuestos generales del Estado apenas le dedican el 1%, mientras crece de forma colosal el gasto militar y no se somete a vigilancia a las compañías privadas de seguridad, algunas muy poco transparentes, que han brotado como setas, favorecidas -lo mismo que en Irak, si se fijan- por estas desgracias. Quizá fue debido a ello -al interés económico que despierta el negocio de la seguridad- que el primer ministro Fouad Siniora le dijo recientemente a un miembro del Parlamento iraquí: "Beirut y Bagdad están unidas en la lucha contra el terrorismo". Palabrita del niño Bush, sin duda.

La deuda pública -gracias a la emisión de bonos del Tesoro y de eurobonos que adquieren los bancos, éstos son acreedores del Estado- alcanza casi los 42.000 millones de dólares; pero en 2003 era ya de 32.000 millones, entre otras cosas porque las tareas de reconstrucción (no del todo, por cierto) del antiguo centro de la ciudad demolido -más que por la guerra antigua, por el afán especulativo inmobiliario- y de las infraestructuras necesarias para el turismo vaciaron las arcas públicas sin que los beneficios alcanzaran las zonas deprimidas del país, ni de la propia Beirut. La gigantesca operación puesta en marcha por la empresa Solidere se realizó desde el propio poder, pues el propietario de tal firma no era otro que Rafic Hariri (asesinado en un atentado salvaje el 14 de febrero de 2005, junto a una veintena de personas), que ya en 1983 había empezado a comprar terrenos en el centro de la capital por cuenta de la familia real saudí (él era medio saudí, medio libanés; conservó siempre los dos pasaportes) y que llegó a primer ministro. Volveré a Hariri, último de los mitos libaneses y quizá el más poderoso, un poco más adelante.

Otro dato. El bombardeo israelí de la central eléctrica de Jiyyeh, 30 kilómetros al sur de Beirut, perjudicó el ecosistema marino hasta el punto de que tardará años en recuperarse. En Líbano, la corriente va de sur a norte, y el chapapote se extendió rápidamente a lo largo de 150 kilómetros de la costa, alcanzando parcialmente a Siria. La legendaria Biblos, un parque natural y numerosos pequeños puertos de pescadores y calas propicias para el veraneo quedaron inundados y difícilmente se repondrán: el verano propicia el reflujo. Sólo los clubes privados limpiaron a fondo, gastándose un dineral para no perder un turismo que ya no volverá. El Gobierno no ha hecho nada, y la ayuda internacional no encuentra cauce. Porque este Gobierno, presidido por un prosirio, Émile Lahoud, y con un primer ministro, Fouad Siniora, del 14 de Marzo -la coalición encabezada por Saad Hariri hijo, 4.100 millones de dólares de fortuna personal heredada, con mayoría en el Gobierno y el Parlamento- y proestadounidense, lleva medio año sin firmar nada que no tenga que ver con el tribunal internacional que ha de juzgar a los asesinos del señor Rafic o con su propia supervivencia frente a la oposición. Una oposición contumaz y cejijunta -la de Hezbolá, el partido de Dios, más los seguidores del general Michel Aoun, que en cualquier momento puede cambiar de camisa, más otros pequeños grupos-, que desde diciembre plantó sus jaimas en parte de la plaza de los Mártires y en la plaza de Riad el Solh, cerca del Parlamento, convirtiendo el reconstruido pastelón del centro de la ciudad en una ruina económica, de tiendas lujosas vacías y restaurantes cerrados, por la que se transita con dificultad y entre controles militares.

Llegados a estas alturas del calendario hay que decir que la ruina alcanza a todo el Líbano. Como resultado de la invasión israelí de 2006, que, en el Estado hebreo, el Comité de Símbolos y Ceremonias ha decidido llamar Segunda Guerra del Líbano -la primera fue en 1982, otra invasión, y produjo, entre otros pesares, la matanza de palestinos en Sabra y Chatila, amén de una ocupación de más de 20 años del sur de este país-, la fragilidad del Estado quedó al descubierto más que nunca y propició que los viejos dueños del asunto afilaran sus garras.

Señores de la guerra, amos del Líbano, padres del infortunio. Nabih Berri, que en los setenta encabezaba la milicia de Amal, partido chií no fundamentalista experto en matanzas de palestinos, entre otras, y perdedor contra Hezbolá, hoy es presidente del Parlamento. En la escena política domina también el druso Walid Jumblatt, señorito feudal del Chouf y jefe del autodenominado Partido Socialista Progresista -admitido en la Internacional Socialista, que traga con lo que sea con tal de que lleve un rótulo afín-, responsable de escabechinas entre drusos y cristianos de la montaña durante la otra guerra. También está Samir Geagea, hoy adorado y seguido, el único líder de milicias que fue a la cárcel. Sus enemigos, culpables de otros crímenes, se vengaron: le encerraron durante 11 años por haber mandado asesinar -como mínimo- a su rival cristiano Dany Chamoun con toda su familia, mientras dormían, y por haber hecho bombardear una iglesia con los fieles dentro, aunque este último desmán no pudieron adjudicárselo con pruebas. En 1982, sus Fuerzas Libanesas degollaron a modo en Sabra y Chatila, con los parabienes israelíes. Está también, aunque más disminuido, Amin Gemayel, un mediocre destinado a elevarse sobre las cabezas de sus parientes: fue presidente tras el asesinato de su hermano Bachir y ahora tiene voz pública porque el pasado noviembre su hijo Pierre, ministro de Industria, fue liquidado a tiros.

Hay más, pero no quiero abrumarles. Apellidos, familias, clanes, tribus. Pónganle la música de El Padrino como fondo y tendrán la película completa. Expoliadores de Líbano. Insensibles al dolor.

En este contexto, la figura de Rafic Hariri aparece en la escena como salvadora. Y el más chiflado de los sueños libaneses -ser de nuevo el Montecarlo, la Suiza de Oriente- se reencarna en este hombre grandón en todos los sentidos, magnificente, de fortuna incalculable, amigo de Francia -gracias a ello, los cristianos se le rinden; los suníes, también: él es suní- y, lo que aquí es más importante, tiene línea directa con Arabia Saudí. Al margen de sus especulaciones inmobiliarias, Hariri posee tanto carisma como kilos pesa, preside una fundación que da miles de becas a estudiantes para que vayan a Estados Unidos, le condecoran hasta en Cataluña, etcétera. Compra bancos para él y sus amigos. En definitiva, lo más parecido a una aparición celestial, para unos libaneses que, tras la guerra civil, lampan y se sienten fuera del mundo. Es un príncipe macizo de brillantes. Sus etapas como primer ministro -y el periodo de entremedias- reafirman su influencia, que queda consagrada para siempre tras el atentado del 14 de febrero de 2005, atribuido por los medios oficiales a los servicios secretos sirios y sus afines libaneses. Su atroz desaparición le convierte en Padre de los Mártires, el megamuerto omnipresente, losa y cartel perpetuos. Y el mundo se estremece de horror ante la nueva demostración de glamour asesino que tiene a Líbano como escenario.

Es la Orfandad de Magnate. Su santificación inmediata va a blanquear incluso a aquellos que fueron sus enemigos. Señores de la guerra, mercaderes y etcétera que se apropian del difunto para seguir disfrutando del poder o recuperarlo.

Fue este Líbano huérfano y desamparado el que bombardeó Israel. Un Líbano que hoy se entrega a la deriva.

En una sociedad que sólo tiene memoria para los símbolos y para el rencor, no para la asunción de culpas, el perdón y la reconciliación, la muerte de Rafic Hariri -el gran fetiche de la reconstrucción, de la siempre esperada recuperación económica- despertó a las masas, que se lanzaron a la calle para protestar contra la tutela siria del país. Para hacerlo corto, Siria siempre ha querido meter mano en un territorio que fue suyo antes de que los franceses crearan el país para sus amigos cristianos maronitas, dando origen, al mismo tiempo, a los líos que siguieron y que no cesan. Sus intervenciones, las de Siria, durante la guerra civil siempre fueron como le convinieron: a favor de los musulmanes o de sus enemigos, según sus intereses. En 1990, al alinearse Hafed el Asad -más cruel, pero también mucho más inteligente que su hijo Bachar- con el bando occidental tras la invasión de Kuwait por Irak, el Gobierno de Estados Unidos le dio manos libres para que su ejército pacificara Líbano y lo mantuviera bajo control. Así lo hizo. A cualquier precio. Hasta que la resolución de la ONU 1559 -hay quien dice que se fraguó entre Chirac y Hariri- exigió la marcha de toda fuerza extranjera, lo cual señalaba directamente a Siria, porque los israelíes habían sido expulsados en el 2000 por Hezbolá, y sólo mantenían una presencia de carácter evocativo en las granjas de Chebaa, en donde todavía están a medias.

El año 2005 se caracterizó, pues, por estos eventos. Muerte de Hariri, protestas multitudinarias contra la presencia siria, atentados mortíferos, reacciones prosirias de Hezbolá con cientos de miles de seguidores llenando el centro de la ciudad (lo simbólico: los chiíes libaneses, en su mayoría pobres, jamás antes pisaron la zona lujosa; no por fundamentalistas, sino por no poder pagarse ni un café ni codearse con los no menos integristas turistas del Golfo), contramanifestación antisiria de lo más vistosa... Y más símbolos, más etiquetas, que resultaron muy útiles para que los medios de comunicación internacionales se lucieran en sus simplificadoras informaciones. Lo más increíble fue el intento de los políticos y de los periodistas libaneses de vender como la Reconciliación de todos con todos aquel momento verdaderamente histórico: la gente llenando las calles, pidiendo libertad y democracia; aunque olvidando lo amigo que había sido Hariri de los sirios hasta hacía muy poco. No hubo tal cosa, me refiero a reconciliación, como demuestra el transcurrir de los días. Salvo conseguir que los sirios se fueran, al menos física y militarmente, los otros propósitos se desinflaron, y cada cual -cada facción, cada tribu, cada señor- volvió a lo suyo, esgrimiendo, eso sí, el espíritu del 14 de febrero en cada ocasión que conviene recurrir al Mártir para atacar a la oposición o hacerse el inocente ante el amigo occidental.

Las primeras bombas de Israel cayeron el 12 de julio y obligaron a los periódicos libaneses a cambiar de temáticas. Hasta entonces sólo hablaban del Mundial de Fútbol que se estaba celebrando y que aquí se seguía con fervor aunque sin equipo, y de la necesidad de que los políticos de uno y otro signo se reunieran para formar un Gobierno de "unidad nacional".

Reunirse para unirse, nacionalmente hablando. Es exactamente este tipo de llamadas, en grandes titulares, lo que publican los periódicos (el fútbol ha sido sustituido por la batalla en el campo palestino de Naher el Bared, a cuyo verdadero desarrollo ningún periodista ha podido asistir hasta el momento; sólo fotos lejanas e informaciones provenientes del Ejército) mientras escribo esto. Es finales de junio y ocupo una habitación de un hotel de Ashrafiyeh, zona cristiana, porque el sector suní en donde tengo mi apartamento, en Hamra tocando con Qoreitem, se ha puesto insoportable de controles, de hombres armados. Hay una explicación. Detrás de mi bloque se encuentra el palacio de Saad Hariri, cuyos defensores se han ido apoderando poco a poco de mis queridas calles. Ir a la compra supone que te registren unas ocho veces de ida y otras tantas de vuelta, al menos cinco tipos de defensores de la seguridad del heredero. Soldados, policías de alta seguridad, agentes de las brigadas negras que parecen de Mussolini, seguratas privados con camisa roja y boina a juego, y, lo más temible, chicos jóvenes y musculosos de barba y cabello rasurados al uno, con una pinta de milicianos en ciernes que tumba. Les diré que encargar la compra por teléfono y que te la traigan supone algo peor: que el pequeño sirio que trabaja como recadero llegue a tu piso cogido del cuello por uno de estos esbirros vestidos de paisano. "Hariri's Palace Security. Sus papeles". Se trata de una clase de protección poco segura para el vecino.

En el último año he vivido casi todo el tiempo en Líbano, en Beirut, y he sido testigo de su desmoronamiento. Cuando llegué, a principios de septiembre de 2006, el país estaba destrozado, pero la gente seguía en pie. Hezbolá había logrado que Israel se retirara (una lectura optimista). Israel había dispuesto de tiempo para hacer su trabajo mientras Estados Unidos contenía a la comunidad internacional, habituada a sus manejos (una lectura realista). En cualquier caso, las fuerzas de la FINUL empezaban a llegar al sur, en donde tendrían que mantener la paz, aunque nadie les autorizó a que la mantuvieran también en territorio israelí (una lectura melancólica).

Las carreteras reventaban de coches y los coches reventaban de gente. Camiones cargados de víveres, de ladrillos, de tuberías, de corderos apretujados, de bidones de agua... La vida, tan libanesa ella, en toda su potencia. No nos importaba pasar horas en un atasco en una carretera que había sido bombardeada, ni dar vueltas para encontrar un camino que no pasara por un puente fulminado. Era la vida, magnífica. Y el espejismo, de nuevo. Las televisiones hablaban de libanidad. No de cristianos ni de musulmanes, ni de prosirios ni de antisirios. Los niños que aparecían en las fotos exhibidas en la plaza Nejme -de la Estrella: en el centro de la ciudad, donde está el Parlamento; hoy desierta y controlada por soldados- mostraban a niños del sur, chiíes, víctimas de los bombardeos. Hasta Al Fanar, la televisión de Hezbolá, se refería a su supuesto triunfo, la Divina Victoria, como un logro de todos los libaneses.

Empezó el declive en noviembre: los lanzamientos de granadas a cuarteles, los sobresaltos; a finales del mes asesinaron a Pierre Gemayel, el ministro de Industria. En diciembre, la oposición plantó sus tiendas en el centro de la ciudad. Siguieron huelgas forzadas, cortes del camino al aeropuerto. Luego, la vida regresaba, pero paulatinamente íbamos perdiendo lugares, perdiendo horas. Hasta llegar a esto. Ya nadie habla de libaneses. Cada cual se refugia en su manada.

Pero en septiembre y octubre, los bares y restaurantes de todas las zonas, todas, estaban llenos a rebosar. Tanto, que también daba miedo. Recuerdo que le comenté a un colega, ante el jolgorio que exhibía la clientela del café Gemmayzeh, en la calle Gouraud, que la escena me recordaba una película: Cabaret. "Parece Berlín entre dos guerras", dije. Ayer estuve en ese café. Su dueña, Angel -una mujer de 46 años, cristiana ortodoxa, fuerte, estupenda-, me contó que se va a arruinar. Sólo puede abrir de las 13.00 a las 21.00. Todos los sectores de ocio, turismo y comercio han sido golpeados por una bomba nocturna u otra, por un atentado diurno u otro, a lo largo de este último año y muy especialmente en las últimas semanas. A Gemmayzeh no han llegado aún, mientras escribo esto. Pero en este café, al igual que en los otros escasos establecimientos que aún abren sus puertas, aunque sea durante pocas horas, ha habido despidos, y el personal que queda tiene que hacer turnos: sólo trabajan diez días, sólo cobran si hay clientes. En realidad, se quedan para guardar su puesto de trabajo, en vistas a que mejore una situación que ven deteriorarse por momentos.

Se vive en el miedo, con el miedo. Quienes manejan la desestabilización de Líbano saben muy bien cómo administrar el pánico. Va a ser un triste aniversario, si es que no resulta salvaje. Mientras escribo se teme lo peor. Angel y Abed -el maître chií a quien conozco desde hace veinte años- me han prometido acogerme en sus respectivas familias si ocurre algo muy grave. Angel me ofrece la montaña, tiene a su madre en un pueblecito cercano a Jezzine. Abed, su suburbio cercano al aeropuerto.

Nuestros horarios se han acortado. Sólo los irreductibles nos quedamos en el Sporting Club hasta ver la puesta de sol. Aquí nadaba a diario el diputado Walid Eido, a quien volaron por los aires en el camino que da a la Corniche. Tengo cerca de mí a Pascale Feghali, antropóloga visual y la persona más plácida que conozco, la más dotada para captar el momento y disfrutarlo. Durante siete años ha filmado un documental en el barrio de Sanayah -donde está el parque que se llenó de refugiados durante los bombardeos-, Estudio fílmico del barrio de Artes y Oficios. Eso quiere decir Sanayah en árabe: artes y oficios, todavía lo señalan los antiguos mapas. Yo me entero por Pascale, quien también me ha enseñado a no pensar en lo que haremos mañana. A las dos nos tranquiliza el mar. La encontré el viernes pasado en mi barrio. Detuvo su coche ante la Universidad Hawaii (especializada en informática, no en hula-hula, como su nombre parece indicar). "Vengo de Sanayah, en donde todo el mundo me conoce; iba a hacer fotos, pero me han rechazado. Están muy nerviosos, las he tenido que robar", me informó, alterada. "Pues aquí ni te cuento", respondí. "Lo noto por los coches, que chirrían más que nunca. Y por las peleas entre vecinos". Decidimos dejar lo que estábamos haciendo, abandonar los proyectos del día, cambiar la mañana. Ir al mar.

Adrián Rodríguez Junco, amigo mío y escritor sensible encargado de la parte cultural del Instituto Cervantes, con quien comparto depresiones y comidas en el restaurante Ragueneau, cerca del Parlamento -uno de los pocos que abren, pero sólo hasta que nosotros nos vamos, después de haber comido el plato del día-, es un hombre que vive aquí desde hace muchos años y con una larga trayectoria en el mundo árabe a sus espaldas. Su hogar es su refugio. Pero cuando hablamos del desastre que sucede en Naher el Bared, de esa masacre de palestinos que sin duda se está produciendo a lo largo del combate entre el Ejército libanés y el grupo Farah el Islam (combate que cuando escribo esto ha cumplido un mes), me da a leer un texto suyo: "Hoy no he podido evitar que se refugien conmigo todos los palestinos del Líbano con todos sus miedos, sus carencias -todas-, las miserias y enfermedades que llevan soportando casi medio siglo, la sensación de apátridas y la falta absoluta de libertades para poder ejercer una profesión y decidir cómo quieren vivir. El único ejercicio de libertad que les está permitido es poder decidir el día y la hora de sus muertes". Dato: de los 400.000 palestinos -aproximadamente- que viven en los campos de refugiados de Líbano, el 60% está desempleado. Explosivo.

También es un 60% el número de libaneses de edades comprendidas entre los 18 y los 25 años que quieren emigrar. Un tercio de la población de cualquier edad también se marcharía si pudiera. Eso en un país en donde casi un cuarto de su producto interior bruto procede del envío de divisas por parte de su población emigrada.

Cifras, hechos, personas. Personas defraudadas, personas dominadas por la tristeza y el pánico. Desazón, inseguridad. Presencia de lo militar, del macho armado en todas partes. Temor a las bombas y, sobre todo, al enfrentamiento civil. Desprecio hacia los políticos, sean del Gobierno o de la oposición.

Un conocido mío maronita que en la otra guerra salía con su fusil a matar gente -como tantos, en todos los bandos- y regresaba a casa cada tres días, para comer, dormir y volver a salir a matar, ya con la ropa limpia que le había preparado su madre; ese amigo, cuyo pasado no me importa porque le aprecio -como a tantos otros, de todos los bandos-, me decía hace poco: "Tendremos tres semanas muy malas y todo se calmará". "Anda, ya", le respondí. Sonrió: "O bien todo se pondrá muy mal y alguna vez tendremos tres semanas de calma".

Llorad por este Líbano como yo lo hago. No importa cuán hartos estéis.

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