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Del derecho al abuso

Javier Marías

A raíz de unos comentarios míos acerca de la ocupación permanente de las calles de las ciudades por parte de las autoridades, que las toman, decía, como escenario para espectáculos propagandísticos arrebatándoselas a sus habitantes cada dos por tres, un señor de Algeciras, que no es "empresario" ni tiene "ningún interés económico o comercial", me escribió hablándome de otra frecuente ocupación del espacio común, el que provocan las manifestaciones. Poco antes, explicaba, trabajadores en huelga habían cortado el acceso a Cádiz, destrozando mobiliario urbano, quemando ruedas de coches e impidiendo a millares de ciudadanos ir a su trabajo o regresar a sus casas, "sin que ningún medio de comunicación haya expresado la menor crítica a estos comportamientos. Tampoco los políticos han expresado su opinión". Y me contaba una anécdota: "Hace algún tiempo viajaba yo de Algeciras a Sevilla en el autobús de las siete de la mañana y cuando llegamos a Bellavista, ya Sevilla, estaba cortado el tráfico porque los huelguistas de turno quemaban ruedas de coches. Una de las viajeras, de aspecto más que modesto, prorrumpió en llanto. Iba al hospital para revisión y tratamiento médico-oncológico. Procedía de un barrio marginal de Algeciras, y el dinero para el autobús había sido aportado por algunos vecinos, mediante colecta. Al no acudir a tiempo a la cita, debía pedir otra para más adelante, y necesitaba otra vez la ayuda vecinal".

El derecho de manifestación está reconocido por la Constitución y además es una de las grandes conquistas de la democracia. Bien padecimos su prohibición quienes conocimos la dictadura franquista; por participar en una se podía acabar en la cárcel. Hace tiempo, sin embargo, que, como sucede con todo aquello de lo que se abusa, las manifestaciones se han trivializado y han perdido casi toda su eficacia. Es tanta la gente que se echa a la calle por cualquier motivo y aun tontería, que lo normal es que a la mayoría no se les haga maldito el caso y que encima resulten contraproducentes: los ciudadanos, lejos de solidarizarse con los manifestantes, suelen echar pestes de ellos y les desean –a veces injustamente– que fracasen en lo que se proponen. No es tan extraño, habida cuenta de que tanto las huelgas como las manifestaciones españolas van casi siempre en perjuicio de quienes no tienen arte ni parte en los conflictos que las causan. Cortar una carretera, o bloquear un puerto, o un aeropuerto, sigue siendo un hecho gravísimo en casi todos los países del mundo (en España nadie lo condena ni le da importancia), y apenas afecta a los empresarios que han cerrado una fábrica o a los políticos que han cometido un atropello, y sí en cambio mucho a la población inocente. Lo mismo ocurre con las huelgas de pilotos o controladores o de Renfe, que castigan sobre todo a los usuarios, siempre en las fechas en que se les ocasiona más daño, mayores pérdidas y trastornos. Y quienes las convocan y llevan a cabo aún pretenden que la sociedad los respalde. Pretensión harto asombrosa, cuando la mayoría de las huelgas y manifestaciones toman como rehén a esa sociedad, y no a los verdaderos responsables.

Cerca de donde vivo hay incontables manifestaciones, contra el alcalde. Dado el estado de mi ciudad, tiendo a darles la razón a priori a quienes protestan; pero que la tengan o no en principio, me resulta cada vez más secundario al ver cómo se las gastan. Los manifestantes de hoy tienen delicada la garganta, así que, para no forzarla, se arman de bocinas y silbatos rompetímpanos, música y altavoces. Se trata sólo de hacer ruido y joder bien a un barrio entero, a veces durante horas, y no de hacerse oír, porque lo que nunca se entiende, con tanto estrépito, son las consignas que corean en algún rato suelto. A menudo los que arman el alboroto son literalmente ocho gatos (unos antitaurinos, por ejemplo), y, cuantos menos son, más tambores, silbatos y tímpanos rotos. ¿Resulta admisible que ocho individuos fastidien por su capricho a centenares o millares de ellos? Quizá debería exigirse un número mínimo de "damnificados" para otorgarles el permiso correspondiente, y quizá debería establecerse un mínimo lapso de tiempo entre una protesta y otra de la misma gente. Yo he visto cómo quienes se quejaban de los parquímetros se apoderaban de una plaza veintitantas veces en el espacio de pocos meses, incluyendo algunos domingos, día en que no hay nadie en el Ayuntamiento a quien molestar o que escuche. ¿A quién, sino al vecindario, se pretendía joder bien esos días?

Al anterior y peregrino alcalde de Madrid (reino absoluto de las manifestaciones, pues padecemos las propias y las de los forasteros) se le ocurrió la peregrina idea de crear un "manifestódromo", lo cual no tiene el menor sentido, porque allí ningún causante de problemas se enteraría del rechazo que producen. Pero sería de desear que quienes más abusan del recurso (empezando por el Partido Popular, la AVT y afines, en los últimos tiempos) se pensaran dos veces, antes de montar la enésima, si con ello suscitan algo de simpatía o la más absoluta antipatía entre sus conciudadanos, y si sus diversas "causas" son lo bastante importantes como para destrozarles la jornada a quienes ninguna culpa tienen, o impedir que una pobre mujer, sin dinero ni para el autobús, llegue a su vital cita con un oncólogo.

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