Ay, el verano
Ninguna estación me produce más temor que el verano. Pese al prestigio literario de abril como el mes más cruel, y a la nostalgia cada vez más aguda que producen los diciembres, y a las cuestas de enero, y a las caídas de mayo, debo serles sincera. El verano me espanta por su miserable crudeza. Se parece a una película de terror que vi hace muchos años. Dos muchachas inglesas llegaban a Francia para recorrerla pedaleando en bicicleta por carreteras secundarias. Al poco de internarse en la Francia profunda, cuajada de viñedos y salpicada de bares que servían pastís y tenían sombrillas con anuncios de Martini de los de antes de Charlize Theron y una gruñona aborigen de mediana edad detrás del mostrador… Al poco de meterse en tan fascinantes parajes, decía, un asesino sexual empieza a acosarlas, haciéndoselas pasar canutas. Presas del pánico al aire libre –que es peor que el de los caserones con puertas que chirrían y nenes que pueden ver a los muertos–, del horror de lo cotidiano, de la impunidad con que se actúa a la vista de todos… Presas de ello, seguía diciendo, las muchachas desconfían de todo y de todos, y recurren, como es natural, al bonachón jefe de los gendarmes, que al final resulta ser el asesino.
Y eso es lo que ocurre siempre en verano, pero trasladado a la vida normal. Es cosa de El Gendarme. Y no me refiero a la policía (compréndame, querido Cuerpo), ni a la Guardia Civil (entiéndame, amada Benemérita), ni siquiera al CSI (investíguenme, idolatrados Servicios), sino al Gendarme de Verdad, a la Mano que Mece la Cuna, a los sospechosos planetarios habituales. Grandes y pequeños, cada uno según su capacidad y sus talentos, este verano harán de las suyas.
Ojalá me equivoque, y alguna herida de este mundo se cierre, pero a bote pronto es que no. Prepárense para una nueva tanda de mujeres maltratadas y asesinadas porque ellos creían que eran suyas; a una llegada masiva de pateras llenas de desesperados africanos; a un sin parar de accidentes de tráfico mortales; a un qué hacemos con Gaza, con Ramala, con Líbano; a este Irak que cada día pone el récord más alto; a mira tú por dónde lo de Turquía continúa, y Afganistán… Y un sinfín de posibilidades atribuibles a fanáticos de todo pelaje y anacronismo, incluida la banda terrorista nuestra. Por no hablar de catástrofes naturales.
¿Recuerdan aquellos días de antaño en que verano sólo significaba playa, montaña, merendero, caseta, toalla, cubo y pala, flanes de arena, helados de cucurucho o de corte (mantecados, llamábamos a los primeros, y sabían a gloria), sandalias de colores, vestiditos ligeros, puñetazos en el estómago por parte de algún primo bruto, aroma de rosas en los jardines y de melocotones en los huertos? Mi generación creció con un surtido de amenazas sobre bombas –la atómica, la H– y, tirando hoy de hemeroteca, hay que ver cómo fueron también los veranos de entonces; pero la afortunada falta de información protegía a las familias como la mía, que tenían ya bastante con lo suyo y sólo se enteraban de lo gordo cuando les concernía y debían prepararse para sufrir por ello. Pero yo quiero –y ustedes también– un bañador, y una toalla, y unas sandalias. Y barbacoas en la parcela y chapuzones en la piscina, y esos vermús bajo un pino con berberechos y mejillones en escabeche y patatas de bolsa. Nena, desconecta la radio y pon música de El Fary, que en paz descanse. Chico, coge la PlayStation y dedícate a eso, deja de dar la barrila con el periódico digital; dichoso Wi-Fi, consigue que la mala hostia llegue a todas partes. A ver, las páginas veraniegas, al menos sólo eso, que lo otro está muy intenso.
Escribo esto con la anticipación de rigor –para mí aún no ha finalizado la primavera, aunque queda poco–, y desde un Beirut en donde he tenido que cambiarme de casa durante unos días para librarme del macherío armado reinante en el entorno, con la excusa de ofrecerme su seguridad. El mundo se va pareciendo a Beirut, y mucho.
No despotrico de la información. Sólo añoro mi capacidad antigua para esquivarla.
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