Valiente traslación
Monumental, transversal en el tiempo y en el espacio, coral, polifónica, infinita, con algo de monstruoso -su inquietante punto de conexión con la realidad- y abocada al abismo a lo largo de sus más de 1.100 páginas. Esto es 2666 en breve, en muy breve porque ponerse a hablar de la meganovela póstuma de Roberto Bolaño (1953-2003) es no acabar nunca. En este sentido, la sola intención, por parte de Álex Rigola, de llevar a escena la obra parecía, cuando menos, ambiciosa, temeraria e incluso ingenua.
Pero vayamos por partes, por las cinco que constituyen la obra y que en principio estaban pensadas por su autor para ser publicadas de manera independiente. Cinco novelas que se funden unas en otras, que se arman y se desarman desarrollando un montón de relatos con motivos recurrentes y un nexo común: los crímenes de Santa Teresa, fiel trasunto de Ciudad Juárez, la ciudad mexicana fronteriza con Estados Unidos.
2666
De Roberto Bolaño. Adaptación: Pablo Ley, Àlex Rigola.
Dirección: Àlex Rigola. Intérpretes: Chantal Aimée, Pere Arquillué (vídeo), Andreu Benito, Cristina Brondo, Joan Carreras, Ferran Carvajal, Manuel Carlos Lillo, Julio Manrique, Alicia Pérez, Víctor Pi, Fèlix Pons, Alba Pujol. Escenografía: Max Glaenzel, Estel Cristià. Vestuario: Berta Riera, Georgina Viñolo. Iluminación: Maria Domènech. Movimiento: Ferran Carvajal. Vídeo: David Vericat. Sonido: Ramón Ciércoles. Teatre Lliure, Sala Fabià Puigserver. Barcelona, 27 de junio.
El montaje de Rigola parte de la adaptación conjunta que firman Pablo Ley y él mismo y respeta la estructura original: las cinco partes en que se divide funcionan de manera independiente y a su vez se interrelacionan. Y sus cinco horas de duración, no diré que pasen en un soplo, pero sí que transcurren de forma casi liviana, espesándose a medida que se suman, conteniendo y desarrollando la esencia de las tramas y de los personajes, trasladando, a muy buen ritmo, lo que queda de 2666 en la memoria del lector.
Lenguajes diversos
La narrativa de la adaptación encuentra en escena lenguajes diversos para cada una de las partes. La primera, la de los críticos eruditos que persiguen la figura de su escritor de culto, un tal Benno von Archimboldi, adquiere en escena el sobrio formato de una conferencia. La segunda, la de Amalfitano, enlaza con la primera a través de este personaje pero ya estamos en Santa Teresa y, será por el formato cinemascope del escenario o por los acordes de París, Texas, el caso es que el conjunto adquiere un tono de western contemporáneo, una de las partes más conseguidas.
La tercera, la parte de Fate, el periodista político afro-americano que ha de cubrir un combate de boxeo y que acaba relacionándose con la hija de Amalfitano y sus dudosos colegas, es un descenso al infierno en un ascensor de carga que soporta el peso de todos los personajes: todo ocurre en un cubículo tan claustrofóbico como atractivo, pues en esta parte es donde Rigola aplica su personal lenguaje escénico (coreografías, micros en mano, imágenes).
El infierno es un descampado de Santa Teresa: estamos en la cuarta parte, la de los crímenes. De la ficción del género policial de serie B pasamos a la más estremecedora pesadilla que reverbera en la proyección de una lista exhaustiva y verídica de los nombres de las niñas, jóvenes y mujeres asesinadas desde 1993 en Ciudad Juárez. Sin duda, ésta es la parte que más sacude al espectador. Y llegamos a la última, la parte de Archimboldi, que viene a cerrar, si es que se puede decir así, el todo. Su extensión la hace la parte más difícil de llevar a escena. Aun así, la historia del que será objeto de persecución en la primera parte, y que cruza el siglo XX a lo largo de Europa para acabar en México, está ahí, sobre el escenario, acompañado por imágenes reales que nos acercan a otro infierno, el Holocausto nazi.
Cuando la novela salió publicada, alguien dijo que no tenía sentido leer "sobre" 2666, sino que lo que valía la pena era leer 2666. Pues bien, ahora también se puede ver y oír. Y también vale la pena. Un buen trabajo de equipo.
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