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Reportaje:

Subasta pública de bailarines

Una puja de artistas suscita de nuevo lapolémica en la Bienal de Danza de Venecia

Ríos de tinta. Páginas enteras en los diarios. La derecha, a coro, aullando en el consejo de la ciudad de los canales para que se frenen espectáculos. Si se creía que con el Messiah game de Felix Ruckert (que se estrenará mañana con todas las entradas vendidas desde hace semanas) no cabría más polémica en esta Bienal de la Danza, cuyo lema es Body & Eros, ésta, sin embargo, continúa a medida que aumenta el calor en Venecia.

La performance Mercado del cuerpo: venta en subasta de bailarines y su danza, ideada por el director y coreógrafo brasileño Ismael Ivo, ha traído cola. Durante dos días se habilitó el bellísimo Palazzo Contarini della Porta di Ferro para esta subasta humana tildada por los hipercríticos, precisamente, de "inhumana" y hasta "irrespetuosa con la danza". Palazzo Contarini tiene 12 apartamentos suntuosos decorados con muebles y cuadros desde el siglo XVI al XVIII. En la planta noble, el Apartamento del Dogo, en su salón de baile, tuvo lugar la subasta, a reventar de público en las cuatro sesiones que hubo en dos días.

El dinero pujado y obtenido revertía íntegro en los bailarines. Al entrar al patio del 1400, una gran mesa ofrece frutas maduras al público. La fuente depositaria de los lichis rezumantes, la maracuyá olorosa y las fresas abiertas es una hermosa mujer desnuda rodeada de guirnaldas de jazmín y hojas de plátano: es la performer Giulia Sartor, que también sería subastada.

Luego que un pujante obtenía un baile y su intérprete, pagaba y era llevado a una de las suites, donde por espacio de entre 15 y 20 minutos recibía una sesión de danza privada. Gritos de júblilo y reprobación a la vez, aplausos, risas nerviosas.

Abber Hill, una famosa danzarina del vientre de Alejandría; la japonesa Yui Kawaguchi, geisha de las tentaciones; la seductora cantante y bailarina de geerewol venida de Wodaabe, Twana Rhodes; el más famoso gogó del Studio 54 berlinés, Sebastian Corsten, tocado con enormes alas blancas de cisne; el bailaor de flamenco Miguelete, emergente de la noche andaluza; la bailarina dominatrix Michela Lucenti, látigo en mano, tacones rojos, enfundada en una segunda piel de charol negro; y, finalmente, Ismael Ivo, vendiéndose a sí mismo con una sensual coda sobre el Bolero de Ravel. La conductora de la subasta, martillo en mano, fue la conocida presentadora de la RAI, Rosanna Cancellieri, que dirige y presenta el único programa en la televisión pública italiana que se ocupa de teatro y danza.

El salón del baile del Dogo, con su fondo a lo Tiépolo, las cornucopias refulgiendo con los velones eléctricos, las cortinas de brocados alzadas para que llegara la brisa de la laguna, música de café berlinés de fondo, la puja electrizante, los vasos de vino blanco y tinto vaciándose de mano en mano. Pero la gente dudaba al rascarse el bolsillo. La puja más alta fue para Ivo (321 euros), el gogó llegó a 165 euros y la geisha se tuvo que conformar con 72. Un crítico suspicaz recordó que Herodes se empeñó incautamente en satisfacer todas las exigencias de Salomé a cambio de que bailara para él solo, lo que costó el martirologio y la cabeza de Juan el Bautista. Es un poco exagerado; allí no se le cortó la cabeza a nadie y sí se colmaron muchas fantasías.

'Voyeurismo'

Los ganadores volvían al salón del Dogo, sudando unos, riendo otros, con una rosa entre los dientes. Dice Ivo que quiere proponer una reflexión sobre la mercantilización creciente e implacable de nuestra sociedad con todas las formas del arte y del cuerpo, un consumismo brutal que, mira por dónde, rima con voyeurismo. "Es verdad que el espectador es siempre un voyeur", continúa, "pero aquí su cartera no le lleva a una entrada y a una butaca de un teatro, sino a que 'todo sea para él': ritual privado del té, encuentro con Scherezade, copa de ajenjo y masaje, baño de hierbas mágicas...

Y ¡oh sorpresa final: la dominatrix no se vendía: ella, al final, seleccionaba a su dominado, apuntaba con el dedo de su fusta y llave en mano, desaparecía con el incauto feliz por la noble escalera de rocallas de oro viejo.

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