Delantera de andanada
Se acepta comúnmente que el día solar se define como el tiempo que tarda la Tierra en dar una vuelta completa alrededor de su eje. Los astrónomos saben que esa rotación no sirve para medir con precisión el tiempo, pues su duración cambia constantemente, alterada por muchos factores que la aceleran o la retardan. Recordemos algunos: la excentricidad de la órbita, la precesión de los equinoccios, la nutación, las variaciones del centro de gravedad del conjunto Tierra-Luna y del centro de gravedad de todo el sistema solar... Los aficionados saben además que, de todos los fenómenos del universo, el más capaz de retardar la rotación de la Tierra es, sin duda, una corrida de toros.
Plaza de Las Ventas, delantera de andanada del seis, pegada al cinco, casi debajo del reloj, una tarde cualquiera de sol. El espectador ocupa su asiento y sabe que esa tarde la Tierra girará lenta, muy lenta. El espectador mira a su alrededor: la sombra, que corta en dos la plaza, se le antoja una vívida alegoría medieval del mundo de los vivos y los muertos, la plaza entera una especie de festiva danza de la muerte: sabe que la curva guillotina de la sombra irá subiendo poco a poco (pero muy poco a poco), decapitando una a una las filas de espectadores de los tendidos y arrojando sus cabezas al lamentable (y -¡ay!- tan envidiado) reino de las sombras. Sabe que la última cabeza en rodar será la suya, lo sabe por muchas tardes de experiencia. Pero eso ocurrirá dentro de una eternidad: el tiempo no corre en la andanada.
A la andanada sube a veces, en tardes de relumbrón, un señor opulento. Bien rasurado, mejor trajeado que vestido (un poco de primera comunión) se le ve algo fuera de lugar (en la andanada abundamos los hombres más bien hirsutos y raídos). Desde el comienzo deja claro que sólo la tiranía del "No hay billetes" le obliga a estar allí, en contra de su mejor costumbre. Consulta con frecuencia su reloj y parece desconcertado: su tiempo no es el de la andanada. Su lugar natural es un tendido de sombra donde el tiempo, de seguro, transcurre más ligero. Y un astrónomo de la andanada, abonado de años, que ha visto incertidumbre y pánico en sus ojos, se lo explica piadosamente: "La excentricidad de la eclíptica aumenta 42 millonésimas cada cien años; esa variación no la registra tu reloj, pero influye mucho en la lentitud de la tarde". Así es: el tiempo corre de otro modo en la andanada.
A la andanada sube también a veces algún turista mal aconsejado. Pongamos una pareja de daneses, alegres, desenfadados, expectantes, simpáticos, atractivos él y ella, no se sabe si abrumados o encantados por el sol que les está derritiendo. No hay incertidumbre ni pánico en sus ojos, si acaso mutuo amor, pero también ellos consultan sus relojes, sintiendo que algo raro está pasando. Y nuestro astrónomo, otra vez gentil, les explica: "El eje mayor de la eclíptica da una vuelta completa cada veintiún mil años; ese movimiento no lo registran vuestros relojes, pero influye mucho en la lentitud de la tarde. Como también este desesperante tercio de varas que estáis viendo". Y tiene razón: al sol de la andanada el desangelado tercio transcurre más lento, mucho más lento.
El espectador mira al albero. Puede suceder que en la arena esté ocurriendo algo (pongamos una media de Antoñete): entonces el tiempo se detiene por un fenómeno que los astrónomos no han explicado pero los aficionados conocen desde niños. Puede suceder que no esté ocurriendo nada: entonces el aburrimiento sube hasta el cielo como una inmensa bola de fuego, más abrasadora que el sol, nuevo planeta que eterniza la tarde en una tortura insoportable. Y esta vez el tiempo no tiene distinto curso en la andanada: el tedio absoluto malbarata por igual todos los relojes de la plaza.
Termina la corrida. El espectador abandona la plaza, embebido como una micela en el seno coloidal de la noche. El movimiento browniano de veinte mil aficionados lo engulle y lo arroja luego, lastimoso derelicto, a una taberna de los alrededores, el segundo lugar del mundo donde la Tierra gira más despacio. Y si la corrida ha sido extraordinaria, o buena, o interesante, o pasable, o se han visto detalles, el espectador, que admira a una larga serie de toreros pero no considera figuras del escalafón a Copérnico, Galileo, Tycho-Brahe o Kepler, puede abandonarse con gozosa inocencia a su concepción geocéntrica del mundo y pedir una copa, y otra, y otra... Y si acaso el tabernero, hastiado, con ganas de cerrar, enarca las cejas ante la última comanda, contestar exultante: "Hay tiempo, hay tiempo: esta noche no giran las estrellas".
José María Moreno es poeta y jefe de Publicaciones de la Biblioteca Nacional.
Babelia
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