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Columna
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El síndrome astilleros

Hubo un tiempo en que la izquierda sacralizaba el trabajo, quizás por la influencia de las teorías de Carlos Marx sobre el factor trabajo en la acumulación de la riqueza. En cualquier caso, qué estampas aquellas de Germinal, de Il cuartto stato, de Giusseppe Pelizza da Volpedo. Qué tiempos aquellos en que los mártires de Chicago dieron su vida por las 40 horas semanales o las obreras de Nueva York por la igualdad de salarios con los hombres. Qué tiempos los de Sacco e Vanzetti, los de las internacionales obreras, los tipógrafos que fundaron el PSOE y la UGT, los panaderos que dieron su vida por el PCE, los jornaleros que forjaron la CNT. Aquellas imágenes de los obreros con su aspecto sobrio y aseado. Tiempos en los que la izquierda pensaba que el trabajo era lo más importante, lo que dignificaba a la persona y por lo tanto, los perezosos, los que no querían trabajar eran el lumpenproletariado. Ahora se ha pasado a la defensa del subsidio y se le ha regalado a ciertos sectores de la derecha la defensa del trabajo y del esfuerzo. Se dice que en la cultura calvinista el mérito es la esencia de la persona, mientras que en el catolicismo la redención de los pecados lleva al cielo. No sé si es eso, pero cada vez se defiende menos el valor del trabajo. En las elecciones presidenciales de Francia, el candidato ganador, Nicolas Sarkozy, dijo que quería representar a la Francia que se levantaba temprano, a la Francia trabajadora. Es evidente que gran parte de su programa le acercan a los postulados del Frente Nacional. Pero en la exaltación del trabajo y el esfuerzo personal no puedo por menos que estar de acuerdo con él. Detesto a quienes no se esfuerzan, a los que exigen subsidios y ayudas públicas, a los que buscan cualquier manera de engañar al Estado o de obtener un beneficio sin esforzarse. Por supuesto, no sólo son los trabajadores. Hoy en día es raro no ver un telediario donde no salga un agricultor llorando: hay sequía, hay inundaciones, los precios han subido, los precios han bajado, Bruselas pone unos cupos inaceptables, Marruecos exporta productos a bajo precio, una OCM se viene encima. Ahora se cultiva pensando en las ayudas, igual que muchos empresarios invierten pensando en las subvenciones y las localizaciones que incluyen ayudas públicas. La subvención pública se ha convertido en el motor de la economía, aunque luego nos quejemos de que hay baja productividad o no hay innovación.

Lo cierto es que los jornaleros andaluces dejaron de ser una fuerza revolucionaria el día en el que se reguló su derecho al subsidio agrícola en condiciones ventajosas. Y los obreros de la Bahía de Cádiz no son esa clase concienciada y beligerante que quiere invertir un orden injusto. Ahora todos los obreros quieren trabajar para una empresa pública y todos los chavales quieren ser funcionarios. Una vez alcanzado el estatus de trabajador de una empresa pública o de funcionario, que a fin de cuentas es lo mismo, no hay que preocuparse por nada, se puede suscribir una hipoteca a 30 o 40 años y se pueden programar las vacaciones en cualquier apartamento o crucero. Es decir, se alcanza el nirvana. En la Bahía de Cádiz hay quien lo llama síndrome astilleros y se señala su origen el la explosión de 1947. Cuando estalló el depósito de torpedos en la ciudad de Cádiz llegó tal lluvia de inversiones y de empresas públicas que se acabó de un plumazo con las empresas privadas. En Andalucía hay muy pocas empresas de capital andaluz. En la Bahía de Cádiz la única gran empresa privada que quedaba, Delphi, cierra sus puertas sin remedio. Cuando comenzó el conflicto, el PP propuso que pasase al sector público, lo que fue acogido con entusiasmo por los trabajadores y sus familias, que veían así cómo su futuro quedaba garantizado y sus hipotecas consolidadas. Es el síndrome astilleros, el deseo de estar en la administración, la certeza de la vida resuelta. Es decir, el subsidio. La gente prefiere vivir de él a innovar o arriesgar. Por eso lleva razón Sarkozy cuando defiende la meritocracia.

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