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Tribuna
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Este domingo de su paz

Escribo este artículo desde el pasado y desde la incertidumbre. Estoy en Beirut al amanecer del día siguiente de una bomba en un centro comercial de Verdún bastante virulenta –vendrán otras hasta el fin de semana en que ustedes lean esto– y poco antes de irme a visitar heridos en Trípoli a ver si me cuentan algo de lo que sucede en el interior de su campo de refugiados palestinos.

Es decir, no sé acerca de qué escribir. Pero no quiero entristecerme ni entristecerles, de modo que he decidido hablarles de relojes que recuerdan las horas de la oración puntualmente (causan furor en El Cairo), de sofás interminables para la parentela que se recalientan al aire libre, bajo fundas de plástico transparente en las aceras de los comercios que existen a la salida de las ciudades libanesas. Hablarles de los modelos Torre Eiffel que cada azotea de Palestina en su primera Intifada lucía orgullosamente: no por afrancesamiento, sino para ordenar los cables de la televisión (eso fue antes de las parabólicas y etcétera).

Me encanta contarles, como si viviera en una jaula de cristal, porque ahora no quiero pensar ni en las bombas ni en los heridos ni en lo que vendrá; me encanta contarles a ustedes (¿cuántos estarán preparándose para ir a la Feria del Libro, mi querida Feria en el Retiro? ¿Estaré yo? ¿Se habrá calmado esto y podré cumplir mis promesas?) que aquí las sillas de plástico de una pieza y ligeras, primero en color blanco y ahora ya con todo el arco iris en oferta, triunfan desde hace años. En invierno cuelgan de los balcones, pero ahora ya hace un calor sofocante (ahora mismo, es de esperar que siga: con el calor, todo se vuelve peor, y aquí las guerras se espesan en verano) y las veo en las terrazas, en los balcones, en las aceras. Yo misma dispongo de cuatro y de una mesa a juego, de un horrendo color beis, en el apartamento alquilado desde el que escribo, en Hamra. La noche antes de que estallara el asunto de Trípoli cené en la terraza con una querida amistad, sin saber la que se venía encima. Los cristales rotos de las ventanas, y espero que nada más, en las casas de gente a la que amo.

El último grito, y no de guerra, en mobiliario útil pero absurdo, es una mesita de esas que son para desayunar en el hospital, toda de una pieza, con o sin ruedas. Posee dos patas deslizantes que comienzan por detrás, se extienden hasta media altura y, ¡tachán!, ahí se convierten en tabla; ésta puede ponerse en horizontal para comer o tener a mano los objetos favoritos, o inclinarse un poco hacia abajo, para dejar el Corán o la revista de los crucigramas, o para que los niños hagan los deberes. Dan el anuncio, que es del tipo interminable de las compras por teléfono, entre noticias sangrantes. Quizá por eso me conmueve tanto. El kitsch de por aquí me hace olvidar por un momento lo bestial y modernamente armada que es su Edad Media.

Las mesitas en cuestión son ideales para que cada miembro de la por lo general numerosa familia se siente en el salón a ver la tele con un servicio individual delante. Es como la teoría de la incomunicación de Antonioni (mis coetáneos me entenderán), pero pasada por la aldea global y finalmente diseñada por un genio de la mercadotecnia.

En cuanto a los sofás y sillones, aquí son enormes, aparatosos. Reúnen a parientes y vecinos. Los hombres hablan y agitan sus rosarios; los niños juegan en el vacío circundado por asientos; las mujeres hacen y sirven café y despliegan múltiples mesillas de madera o de plástico (con el nuevo invento podrán deslizarlas con la cafetera encima: luego dirán que aquí no se avanza como en Occidente), y también hablan de sus cosas, que casi nunca son las de los hombres, pero que también soportan las consecuencias, buenas y malas, de las acciones o de la pasividad masculina, de su insano fatalismo.

Y aquí estamos, hablando de mesas y sillas y sofás. Ojalá haya muchos hermosos libros bajo los tranquilizantes árboles del Retiro. Ojalá los disfrutemos todos. Ojalá sepan ustedes la suerte que tienen los países en paz, y vivan la suya a fondo.

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