... Pero no genocidio
Dos notables predicadores de nuestro tiempo habrían hecho bien en medir mejor sus palabras. Primero, el santo padre, Benedicto XVI, dijo a la grey latinoamericana en su reciente visita a Brasil que la fe católica no fue impuesta a la indignidad que recibió / acogió a los conquistadores; segundo, otro padre, que se estila de la nueva nacionalidad venezolana, Hugo Chávez, repitió, porque es reincidente, que la conquista y colonización de América había sido un genocidio peor que el Holocausto nazi. El silencio es oro.
Que el catolicismo entró por la espada tanto o más que por la cruz, habría de parecerles una evidencia a todos los españoles que hayan superado las exaltaciones de los textos del bachillerato franquista, y hasta de materiales escolares de tiempo democrático y reciente, en los que, como quien deja en herencia un agujero negro, se han eliminado las formulaciones más truculentas de glorificación nacional, pero no se ha llenado ese vacío con intento de racionalización alguna. ¿Pánico a ser español?
Ese catolicismo que se blandió como un mandoble contra la espiritualidad indígena, suplantó o recubrió los modos de religión ancestrales, pero no por ello dejó de experimentar un arraigo, una integración en la sociedad conquistada, que, cinco siglos después, ha podido convertirse en un componente genuino del alma del indio americano; por eso, no les va a ser tan fácil de extirpar a los pentecostalismos que aspiran a sustituirlo con otro tipo de imposición, sin duda más sutil, pero tan o más desculturalizadora. El pecado original, en cualquier caso, existe.
¿Y Chávez? Tiene todo el derecho, tanto por descendiente de esclavos africanos como por bolivariano autodesignado, de malquerer a España; no tiene ninguna obligación de olvidar, ni perdonar lo que unos españoles les hicieron a sus antepasados, desde la sevicia extrema a la liquidación de una forma de vida, que resulta irrelevante si era mejor o peor que la impuesta por los conquistadores porque ni indígenas ni afroamericanos pidieron ninguna intervención humanitaria. Pero el mandatario venezolano no lo tiene a hacer collages con la historia. El que haya o no genocidio es cierto que no depende del número; no hay que llegar al exterminio para que exista, pero sí, algún tipo de predeterminación. Y los españoles no tuvieron jamás la intención de acabar con el indio, por la sencilla razón de que lo necesitaban para trabajar. Los muertos no hacen buena mano de obra. Eso hasta lo reconoce uno de los críticos más inmisericordes de la conquista, el guatemalteco Severo Martínez Peláez, naturalmente hijo de españoles, en su brillante La patria del criollo. El piramidal desplome demográfico que se produjo con la llegada de los conquistadores, como han reconocido anglosajones, holandeses, franceses e italianos, es decir, los menos afectos a ponderar las Leyes Nuevas, se debió a la deficiente inmunología del indígena ante las enfermedades que viajaban en carabela. Fue una espantosa mortandad, acompañada de draconianas medidas de guerra, y explotación del ser humano hasta la extinción, pero jamás existió ningún plan de aniquilar a nadie. Y cada palo que aguante su vela, porque la práctica totalidad de los blancos americanos que más excitados se muestran para gritar "masacre" son, en muchos casos, descendientes directos de los que masacraban; y conste que ello no exime de responsabilidad a los españoles que se quedaron en España, porque somos lo que somos porque otros fueron lo que fueron, como decía Maurice Barrés y, más modernamente, Pierre Chaunu; o sea, que hay una responsabilidad compartida.
Lo terrible, sin embargo, es que los españoles aún no hayamos echado las cuentas democráticas de hogaño; que la mitología nacional-católica -la comunidad imaginada de Benedict Anderson- haya sido discretamente arrumbada, pero que no por ello se haya pensado en segregar una versión de lo que pretende representar España en democracia. Y ese autoexamen, tan urgente, debería empezar por reescribir la historia de América; lastrada de graves responsabilidades y de una pesada deuda; pero sin genocidio.
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