Kahala, Kahiki y Aloha
Casi al día siguiente de ser inaugurados pasaron de moda. Cuando uno cruza la puerta, es fácil que la cualidad ilusoria del bar polinesio le impaciente. Parece como si sus fantasías de Houdini fueran mucho más finas y sólo las satisficiera el mejor ilusionismo, no las carpas de circo remendadas, los trenes de la bruja que agita la escoba y grita "Uúúú" sin dejar de mascar chiclé, ni los sitios exóticos. Éstos con la tela de los asientos tan gastada que los motivos vegetales han quedado desleídos y las flores de algodón parecen tan lejanas como los verdaderos hibiscus rojos y las mil clases de orquídeas de Tahití, y los amancayos púrpura con los que las nativas de Hawai confeccionan las coronas y los collares en aquellos confines de los sueños de la infancia, y las albuferas de esmeraldas de Bora Bora, y los bancos de coral en los arrecifes de Nueva Caledonia, y todas las islas del Pacífico que saludan con ondulación de cocoteros detrás del rompiente.
Estas ingenuas escenografías elaboradas en caña de bambú parece que se aclimatan mejor en Lloret de Mar y otras poblaciones de la costa. En ellas, su extravagancia de oxímoron viene como anillo al dedo a las mareas de turistas muy sedientos, rojos como langostas, como las grandes langostas que eran la dieta exclusiva del haapu gigante, el mero de 148 kilos y 2,5 metros de envergadura, pescado en Bora-Bora en el año 1967, cuya foto de récord no se cansa uno de mirar. Para que se viese cuán grande y feo es, junto al pez fenomenal colgado de un cocotero posa una joven maorí abstraída y llena de encanto, con las piernas desnudas, y una niña en brazos...
He hecho un sondeo Sigma-2 entre mis amigos y todos dicen: "Uy, sí, una vez entré en uno, y nunca más he vuelto. Fue cuando abrieron también los primeros frankfurts...". Esas puertas ciegas, de bambú, madera y caña, acaso sugieren espacios turbios o vergonzosos, y el exotismo de pegolete no le atrae al barcelonés blasé. En la carta colgada que pregona cócteles a base de frutas raras y alcoholes, sólo percibe la redacción párvula y los errores de concordancia.
"Tarari: una suave combinación que arrebata los sentidos más profundos y te hace deslizar por el paraíso". "Escorpión: un aguijonazo de licores que hace combustionar el cuerpo como un latigazo". Esa inspirada y casi irresistible oferta sigue a la puerta del Kahiki como hace décadas. "Bastardo Saffrin: una mezcla misteriosa para un paladar exigente". Al pasar ante el Kahala (en la acera mar de Diagonal, pasado Francesc Macià), el Kahiki (en la Gran Via, cerca de la Universidad) o el Aloha (en Provença entre Muntaner y Casanova), me pregunto quién fue el bastardo Saffrin: ¿El artillero del capitán Cook que quiso quedarse en Tahití? ¿Un personaje de Melville, de Stevenson, de Conrad? ¿Uno de aquellos filibusteros que desembarcaban con su trabuco para tiranizar alguna isla paradisiaca, no se cortaban nunca la barba, ensortijada y roja como las llamas del infierno, y al morir dejaban una prole de maoríes pelirrojos? ¿Un amotinado de la Bounty? ¿El mismo Marlon Brando?
"Tamura Hai: combinaciones de rones de Martinica que hacen sentir el zarandeo de la piragua".
Los bares polinesios florecieron en San Francisco, Los Ángeles y otras ciudades de la costa Oeste durante las décadas de los cuarenta y los cincuenta, importados por los veteranos de la campaña bélica en el Pacífico y en Asia, y hace unos años volvieron a ponerse de moda como lugares retromodernos. A este país llegaron asociados a la transición y sus aires de libertad, y ejercen todavía su atracción entre los bebedores más bisoños y también sobre algún jefe de negociado con su querida secretaria, que se acogen a la discreción de la media luz protectora y las celosías de un reservado, mientras beben la pócima humeante en un vaso de barro esmaltado, con sombrillita.
Los mares del Sur, aquel poema en el que Pavese pasea por las colinas con un primo suyo, mayor, desocupado y taciturno, vestido de blanco, rentista de un garaje que ha financiado con el fruto de largos años en las islas del Pacífico, de las que sólo sabe decir, con desgana, que "los días eran largos, y todos iguales para nosotros" (o algo así, no recuerdo el verso), fue lo último que leí sobre los mares del Sur.
"Sueño de amor: un combinado de ilusiones que hacen flotar fantasías en los ritos del dios Tiki".
Templos votivos a aquellas lecturas e infantil sed de aventuras, se abren las puertas del Kahala, el Kahiki y el Aloha a sus barrocos espacios interiores. Sobre todo el Aloha, una vez dejado atrás su escaparate a la vez jaula de cotorras y reseca balsa para tortugas; y dentro, la espléndida barra de paja, los parapetos de rocalla, los puentes y escaleras de lianas y bambú, las peceras, los reservados, las butacas trenzadas estilo Emmanuelle, los puentes sobre ríos evaporados, los grandes abanicos, paipáis y sombreros de rejilla dispuestos como pantallas de las lámparas...
Y en la pared detrás del último recodo, una tosca pero voluntariosa reproducción de Manao Tupapau (el espíritu maligno observa), famoso cuadro de Gauguin en el que una muchacha tendida de bruces sobre el lecho nos observa con expresión ausente, a la vez observada por un pálido demonio enlutado: una composición inquietante, parecida a Never more, que vimos en la Courtauld Gallery de Londres un nivoso 1 de enero, aunque en ésta es el cuervo negro de la desesperación de Poe el que observa a la chica desnuda.
Gauguin pintó ambos cuadros y quería pero no pudo venirse a España, abandonar el paraíso, que es un sitio, como dice la canción de Byrne, donde nunca pasa nada, en eso parecido a Barcelona; nada, salvo las piraguas que se van y las piraguas que vuelven.
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