Cosas del amor
La buena noticia era que venía Anne Sophie Mutter, es decir, lo mejor que hay. La mala, que tocaba el Concierto para violín y orquesta de su ex marido, André Previn -cuatro oscars de Hollywood-, dedicado a ella, hasta subtitulado con su nombre, producto del amor con toda seguridad. Previn es un músico poliforme, director de orquesta y pianista y cuyo último éxito como compositor fue la ópera Un tranvía llamado deseo, sobre la obra homónima de Tennessee Williams.
El concierto es poquita cosa, cogido con los alfileres de un seudolirismo que quiere parecerse a cierto Barber pero que no acaba de ofrecer ni una sola frase de interés. Un conjunto prácticamente vacío del que sólo emergía la sonoridad cálida y plena de la que fue quinta mujer del autor, una violinista que sigue asombrando desde que apareció, siendo adolescente, de la mano de Karajan y que debe apreciar de verdad la pieza a tenor de cómo trata por todos los medios de sacar de ella lo único que tiene: las posibilidades de lucimiento a lo largo de 40 minutos ayunos de ideas. Una lástima, pues no se escucha todos los días a una artista de tan extraordinaria clase.
Orquesta Nacional de Francia
Kurt Masur, director. Anne Sophie Mutter, violín. Obras de Previn y Schubert. Auditorio Nacional. Madrid, 4 de mayo. Juventudes Musicales.
Hondura
La Orquesta Nacional Francesa, sin duda un muy buen conjunto, de poderosa cuerda y metales tan brillantes como -salvo alguna vez las trompas- segurísimos, iniciaba a 20 minutos para la medianoche -cuando el cuerpo y el alma piden ya descanso- la Novena de Schubert, es decir, una de las obras más hondas, hermosas y trascendentes del repertorio romántico. Su casi octogenario director, Kurt Masur, trazó una versión tocada siempre demasiado fuerte, sin asomo de calma, sin delicadeza y sin poesía. Fue una lectura proba y honrada, que manifestó más la potencia que la ductilidad de la orquesta y ese problema de uniformidad sonora que aqueja a las formaciones que antes poseyeron una personalidad propia.
No se trata de que los franceses deban tocar siempre su música pero, ¿lleva a alguna parte esta rotundidad sin redondez, este poderío sin gloria? Seguramente los más viejos de sus oyentes recordarán cómo hacían a los románticos con Charles Munch: imperfectos pero vivos... y con un toque galo que se pierde tan irremisiblemente como las intervenciones de los muy buenos oboe y flauta en el Andante con moto ensordecidas por un acompañamiento demasiado grueso. Todo sonó en su sitio, pero faltaba el paso que separa el oficio impecable de la pasión por la música. Sólo en algún momento del Scherzo se pudo escuchar con calma lo que la obra propone. Y hay tanta belleza en esa sinfonía, tanta gracia, tanta anticipación que no basta con las maneras eficaces de este honrado maestro que ha sido siempre Masur, que nuca defrauda pero que tampoco arrebata.
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