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El infierno es un videojuego

"El infierno existe y es eterno", sentenció hace quince días Benedicto XVI e inmediatamente después de haber liberado a millones de bebés no bautizados que se acumulaban en el limbo, donde ya no cabía ni un alfiler y el griterío debía de ser tan insoportable como el olor. La noticia de esta repentina resurrección del infierno por parte de Ratzinger, infierno que Wojtyla había rebajado a categoría de metáfora literaria, dio en pocos segundos la vuelta al globo y provocó en el gremio de los teólogos católicos un profundo suspiro de alivio. Porque si el infierno volvía a existir, tan real, eterno, calentito y tenebroso como el de la Edad Media, los teólogos por fin recuperarían no sólo sus puestos de trabajo, sino su lugar principal en el organigrama del Vaticano.

La valiente decisión de Ratzinger, teólogo a fin de cuentas, decretando la existencia real del infierno, ponía término a la larga y nefasta influencia de Borges, que, a mediados del siglo pasado, había decretado desde Buenos Aires que la teología no era más que una rama de la literatura fantástica. Así pues, el júbilo de los teólogos redimidos por su ex colega Benedicto XVI fue enorme y por tres motivos muy diferentes. Era muy distinto trabajar sin red, sin infierno, o con un infierno perteneciente a una mera metáfora de la literatura fantástica, que con el justiciero fuego eterno funcionando a todo gas, en plan calderas de Pedro Botero. En segundo lugar, porque ya estaba bien de la influencia literaria de Borges y en todo caso, miren ustedes, fue al revés a como lo diagnosticó el ciego argentino: no es que la teología fuera una rama de la literatura fantástica, sino que esas todopoderosas fantaficciones que tanto fascinan a las nuevas generaciones pantalleras (screen-agers) no proceden de Borges, Tolkien, Phillip Dick, el manga japonés, Harry Potter, los cómics pop de los superhéroes, los cuentos de hadas, los efectos especiales y espaciales de la factoría Lucas o los videojuegos de la PlayStation 2 o 3, sino que proceden en línea directa de las iconografías y escenografías que los teólogos clásicos habían ideado para pintar el infierno. Y en tercer lugar, en fin, porque era lógico que si el Vaticano se había especializado en la fabricación en serie de apocalipsis, a cada cual más terrible y devastador, y el infierno sólo pertenecía, como sostenían Borges y Wojtyla, a la misma categoría literaria que el infierno de Comala de Rulfo, la ciudad de las maravillas de Gabo, el condado de Yoknapatawpha de Faulkner, La Mancha de Cervantes, la Vetusta de Alas o cualquier otra ilustre fanta o metaficción, pues faltaba algo en la narración católica, faltaba el final: las tradicionales industrias justicieras del castigo, el arrepentimiento, la salvación y la perdición eternas.

Y aquí hay dos grandes teorías. Que Benedicto XVI, influido por esa muy influyente crítica literaria que últimamente intenta demostrar que los lugares imaginarios de nuestra mejor literatura no son más que seudónimos de la realidad (llámense Comala, Macondo, La Mancha, Vetusta, Yoknapatawpha, Wessex o Balbec) y, por tanto, tampoco el infierno es una metáfora o disfraz del realismo teologal, sino un exacto lugar que existe con todas las de la ley (sección leyes físicas, incluidas las cuánticas). Y dos, mi teoría favorita. Que el actual fervor de las masas juveniles por los videojuegos le han vuelto a infundir al globo, como en la Edad Media, la pasión por los infiernos dantescos y sería ridículo que el Vaticano, a estas alturas, abjurara de su tradición.

No sé qué imágenes tendría en la cabeza Benedicto XVI en el momento de vindicar el infierno (porque de imágenes tenebrosas se trata) y condenar a herejía la muy celebrada propuesta de Borges que apresuradamente adoptó Wojtyla, pero apuesto doble contra sencillo a que se hizo la misma reflexión que yo ante esa guerra mundial entre la PlayStation 3, la PO Box y la Wii de Nintendo, que están diseñando esas narrativas del futuro afligido y que, ay, ya nunca más volverán a ser ni literarias, ni cinematográficas ni siquiera televisivas. Porque si la juventud actual / global cree a pies juntillas en esos infiernos de los videojuegos que proponen las tres consolas multinacionales, sean los abismos de Narnia, los túneles de Tomb Raider, los sótanos de Final Fantasy, los monstruos de Warcraft o el erotismo subterráneo de Urban Caos, para sólo citar los clásicos, alguien debería ejercer los derechos de autor sobre el infierno analógico.

Sería estúpido que los teólogos renunciaran ahora a esos infiernos y apocalipsis que ellos mismos inventaron en su día, que tanto influyeron en las literaturas clásicas, que son la narrativa juvenil favorita del siglo XXI y que únicamente intentan reproducir en las pantallas domésticas, interactivas y online aquellos meandros del infierno de Dante, pero mucho más tenebrizados, si se puede decir así. Y dado que por el momento no existen videojuegos sobre el cielo y el limbo (serían un fracaso comercial), pues es lógico que ese gran teólogo clásico que es Ratzinger, cuando atacan los modernos videojuegos proponiéndonos esos remakes del antiguo infierno en versión digital e interactiva, se haya decidido a reivindicar, por fin, el viejo copyright vaticano.

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