Sin ellos y con éstos
Hubo un tiempo en que prendías el televisor y toda la gente que aparecía era como de tu familia. El hombre del tiempo, la rubia presentadora, el actor inglés que siempre se metía en líos rocambolescos o el actor de Hollywood que huía sin parar. Detectives y doctores. Brujas caseritas y pájaros espinos.
Con el transcurrir de los años, la caja se fue convirtiendo en asilo de memeces que poco nos inducen a considerar como nuestros parientes a sus autores, por mucho que el plató se pareciera cada día más a un tresillo en ¿Qué fue de Baby Jane?, por nombrarles a una de mis tías favoritas.
Y entonces llegaron Los Soprano. De nuevo la familia en casa. He vivido con ellos durante estos años.
Y ahora me los quitan. Que la segunda parte de la nueva temporada sea lo último de ellos, irremisiblemente, lo llevo muy mal. No me importan las críticas que en Estados Unidos ha desatado el primer episodio. Parece que Tony se puso más onírico de lo que la mente media estadounidense puede soportar, y gran parte de los ansiosos telespectadores cambiaron de programa: y mira tú que aguantan a gentuza pesadísima y redundante en la vida real; por ejemplo, en la política. Bueno, me da igual que le pongan peros: críticos de Soprano, a mí. Ni siquiera aprecio la inteligencia que denota el creador de la serie al hacerla desaparecer en plena gloria. No puedo soportarlo (no he puesto entre exclamaciones esta frase porque a un amigo mío de Mallorca le parece que las admiraciones disminuyen el énfasis en vez de aumentarlo. En lugar de ello utilizaré una astucia. Vean). Exclamación inicial –no puedo soportarlo– exclamación final.
Resulta especialmente duro que ellos se vayan mientras otros se quedan: sin haber tenido su oportunidad de participar en el casting, aunque fuera en el papel de muertos (sobre todo en el papel de muertos; de ficción, claro: siento que me he hecho budista). Yo habría dado mi champú Ultra Volumen y un par de frascos de laca No Sin Mi Tupé a cambio de ver a Ed Zaplanoni haciendo de animador cultural de una empresa inmobiliaria de un país mediterráneo que aterriza en Nueva Jersey para convencer a James Gandolfini de que se asocie con ellos y extienda sus negocios a la industria del parque temático en lo que queda la costa y parte del interior, ya aprovechando. "Alomejó no lo sabeh, Tony, pero, en comparación, loh casinoh son una minucia". Imaginen qué argumento: Tony Soprano, que en ese momento anda muy ocupado contándole a su psiquiatra que ha vuelto a soñar que su madre seguía viva y sentada en la cocina –cómo la echo en falta: cuando Nancy Marchand falleció, noté que volvía a quedarme huérfana–, le encarga a su hermana Janice que lo entretenga y lo saque por ahí. Zaplanoni, seductor nato que además se ha ido seduciendo a sí mismo con resultados indescriptibles, consigue conquistar a base de pizzas a la tanqueta Aida Turturro, y se convierte en cuñado de Tony además de en su nuevo portabocazas, y con sus encendidas soflamas y consejos consigue alargar el falo colectivo de los más deprimidos parientes de los Soprano (la rama Populini, que lleva el tema del contrabando de mochilas), aunque tal medida se revela como transitoria y hay una carnicería al final del episodio en la que Ed Zap agoniza con la hermana de Tony resoplando encima suyo, lo cual conduce a pensar que murió de causas naturales o de un peso en el pecho.
Quizá podamos convencer a David Chase, el creador, de que aquí tiene grandes posibilidades de ampliar su inspiración. No creo que le gustara el respetable Rajoyazzo más que para una única aparición como paciente que espera, compungido, en la consulta de Lorraine Bracco, como consecuencia de su tímida pero reveladora incursión –a él también le gustan los trapos– en el admirable repertorio indumentario tradicional de Canarias. En mi opinión, Acebini tiene muchas posibilidades de regentar una parroquia para jóvenes inadaptados que recuperan su autoestima entregándose a la lapidación de diabólicos enemigos.
Sea como sea, nos quedamos sin ellos y con éstos. No hay justicia.
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