Los cambios de régimen en el mundo árabe
Tras cuatro años de una desastrosa aventura militar en Irak y sin que haya terminado todavía la guerra global contra el terrorismo y las mal definidas fuerzas de la oscuridad, el fracaso de la estrategia de Estados Unidos ha puesto de manifiesto hasta qué punto estaba mal concebida su receta simplista para el cambio democrático en el mundo árabe.
La paradoja es que Estados Unidos podría estar ganando la guerra por la democracia árabe, aunque sea por omisión, pero no puede recoger los beneficios, simplemente porque el patrón emergente de la política pluralista islámica no coincide con el tipo occidental de democracia liberal secular. La transición de los movimientos fundamentalistas dominantes del mundo árabe hacia la política democrática equivale al rechazo de las estrategias apocalípticas del proyecto yijadista y de Al Qaeda. El fracaso del yijadismo -político, aunque Al Qaeda y sus asociados aún conservan capacidad para matar como muestran los atentados de Argel y Casablanca- está preparando el camino para una potencial y prometedora reestructuración de la política islámica, pero Occidente tampoco reconoce los cambios o muestra hostilidad hacia ellos.
El ascenso de los islamistas en toda la región como el único poder capaz de aprovechar las oportunidades de elecciones libres -la victoria de Hamás en Palestina y el espectacular avance de los Hermanos Musulmanes en las elecciones egipcias de 2005 son muy dignas de tenerse en cuenta-, el papel hegemónico del Irán chií, y la sensación, que gana terreno entre los mandatarios árabes, de que la sitiada Administración Bush está perdiendo aliento, se han combinado para llevar a un callejón sin salida el prometedor impulso para la reforma política de la región.
EE UU desistió de sus designios democráticos una vez comprobado que la democracia árabe no se identifica con la oposición liberal secular, una fuerza que prácticamente no existe en el mundo árabe, sino con los radicales islámicos que buscan el rechazo de las políticas estadounidenses y de la causa de la reconciliación con Israel. Esto tiene mucho que ver, desde luego, con la tradicional política norteamericana de apoyar a los dictadores árabes prooccidentales.
Sin embargo, la idea de que los genios de la democratización puedan volver a meterse ahora en la botella es una fantasía interesada. El tránsito de los islamistas dominantes, como es el caso de los Hermanos Musulmanes en Egipto, el Frente de Acción Islámica en Jordania, Hamás en Palestina, el Partido del Renacimiento en Túnez, o el partido Justicia y Desarrollo en Marruecos, desde el yijadismo a la participación política, se inició mucho antes de la campaña estadounidense de promoción de la democracia, y no es un intento de agradar a Occidente. Es una respuesta genuina a las necesidades y demandas de quienes lo apoyan.
La supresión de la democracia árabe, tal como está tratando de hacerlo ahora el presidente Mubarak en Egipto, con su reciente prohibición de los partidos políticos que tengan como base la religión, no traerá ni estabilidad ni paz a Oriente Próximo. No hará más que exacerbar la rabia de las masas ante la hipocresía de Occidente, expresada ahora como charlatanería democrática. La estabilidad de los regímenes árabes que no estén sustentados por un consenso democrático está condenada a ser frágil y engañosa. Así como la democracia islámica es la reacción natural a la secular autocracia árabe y a la colaboración occidental con ella, el islam político dejará paso a opciones aún más extremas con el retorno de movimientos como Hamás al trabajo social y al terrorismo, y con avances de Al Qaeda en las sociedades islámicas.
Tanto los gobiernos árabes como los occidentales necesitan comprobar que la tensa ecuación entre los regímenes afectados y el islam político no es necesariamente un juego de suma cero. Esto es lo que ha aprendido sobre la base de los errores cometidos el presidente argelino Buteflika que, a través de la Carta de Paz y Reconciliación Nacional de febrero de 2006, puso punto final a una larga y sangrienta guerra civil, en cuyos orígenes está la violenta anulación, por parte de los militares, de la victoria electoral de 1991 del Frente Islamista (FIS).
Dentro de este contexto, el compromiso histórico entre los religiosos (Hamás) y los seculares (Fatah) para formar un gobierno de unidad nacional en Palestina, podría haber establecido un nuevo paradigma para el futuro de los cambios de régimen en el mundo árabe. El concepto de gobiernos de unidad nacional podría, sin duda, ser la fórmula que haga posible mantener unidas a las familias políticas en el mundo árabe. El rey Mohamed VI de Marruecos ha adelantado ya que la Corona consideraría la posibilidad de un "compromiso histórico" con los islamistas en el caso de que, tal como se pronostica, ganasen las elecciones de junio de 2007. Estos compromisos puede que sean la única vía para detener el deslizamiento hacia la guerra civil, y posiblemente también para atraer a los islamistas a un acuerdo con Israel y a un acercamiento a Occidente.
Comprometer al islam político tendrá que ser el meollo de cualquier estrategia con éxito para Oriente Próximo. En lugar de adherirse a las profecías catastrofistas o a las categóricas perspectivas que impiden una comprensión de la compleja estructura de los movimientos islamistas, Occidente necesita mantener la presión sobre los regímenes existentes para evitar que sigan eludiendo las reformas políticas.
Como quedó demostrado en Argelia en la década de 1990, la exclusión de los islamistas es una receta para el desastre, mientras que la inclusión puede alimentar la moderación. Las necesidades prácticas de la política conllevan inevitablemente la dilución de la pureza ideológica. El acuerdo de La Meca, que sacó adelante el gobierno de unidad en Palestina, moderará, sin duda, el radicalismo de Hamás, del mismo modo que el alejamiento de Jordania de la "solución egipcia" ante el desafío islamista permitió al Frente de Acción Islámica incluir en sus filas a muchos que de otro modo habrían entrado en la órbita yijadista. El desafío no está en cómo destruir los movimientos islámicos, sino en cómo apartarlos de la política revolucionaria y atraerlos a la reformista garantizándoles un espacio político legítimo.
© Project Syndicate, 2007.
Shlomo Ben-Ami, ex ministro de Asuntos Exteriores de Israel, actualmente ocupa la vicepresidencia del Centro Internacional de Toledo para la Paz. Traducción de Emilio G. Muñiz.
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